Por BRUNO ACOSTA
Publicado originalmente el 15 de agosto de 2020.
“La democracia es un dogma” (Dr. Justino Jiménez de Aréchaga)
El viernes 9 de noviembre del 2018 fue publicada una encuesta en el diario “El Observador” en la que se denunciaba que sólo el 61% de los orientales apoya la democracia, lo cual representa una caída del 9% respecto del año anterior, y la cifra más baja desde que la encuesta se lleva a cabo (año 1995).
Tomando como puntapié esta noticia, se estudiará en sucesivas entregas el juicio que, en general, merece la democracia para la Iglesia y para le pensamiento clásico de Occidente–que no es otro que el pensamiento basado en la naturaleza de las cosas; el pensamiento de la filosofía realista y perenne; el pensamiento, en fin, verdadero y agradable al Dios Uno y Trino-
Noción de democracia
Es de rigor, para comenzar, precisar la noción misma de democracia: qué se dirá, a lo largo de este ensayo, cuando se diga democracia.
Se dirá con democracia lo que todos o casi todos entienden en Occidente por democracia. Lo que todos o casi todos quienes contestaron esa encuesta entienden por democracia.
Con democracia se dirá, fundamentalmente, a los efectos de esta exposición, dos cosas:
1) Un régimen de gobierno basado en la soberanía del pueblo, o popular.
2) Un régimen de gobierno basado en el sufragio universal.
Así pues, se pasará a explicar qué juicio merece para la Iglesia y para el pensamiento tradicional de Occidente la democracia entendida bajo estos dos aspectos, como soberanía popular y como sistema de gobierno basado en el sufragio universal.
1) Soberanía popular
En el discurso de la fundación de la Falange Española, pronunciado en el teatro “De la Comedia”, en Madrid, el 29 de octubre de 1933, discurso antológico, brillante, magistral, José Antonio Primo de Rivera enseñaba:
“Cuando en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó ‘El Contrato Social’, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, la Justicia y la Verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la Justicia y la Verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, mudables decisiones de voluntad”.
“Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre los menos en la adivinación de la voluntad soberana- venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era verdad o no era verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.”
¿Qué quiso decir, con esto, José Antonio? Quiso decir que a través de la voluntad soberana el pueblo, unido, manifiesta su voluntad. Es ésta la llamada soberanía popular o del pueblo. Y que esta soberanía popular no es más que puro voluntarismo. La Verdad, el Bien, la Belleza, dejan de ser categorías permanentes del intelecto, de la razón, y pasan a ser mudables prepotencias de la voluntad, en particular, de la voluntad del pueblo. Un día, entonces, el pueblo puede decidir que Dios existe. Al otro, puede decidir que Dios no existe. Ello de forma legítima e inobjetable. Véase, pues, lo insólito de este planteo, en el cual se sustenta toda la teoría política moderna, desde el liberalismo hasta el marxismo, y que da lugar a los mayores dislates, arbitrariedades e injusticias.
En la encíclica Diuturnum Illud, el papa León XIII dejó en claro cúal es la verdad: el origen de la autoridad y del poder es divino; débese rechazar la absurda y torcida idea de que “toda potestad viene del pueblo”; de que se establece un “pacto social” entre elegidos y electores, porque “ese pacto que predican es claramente un invento y una ficción”; y culmina sosteniendo el Papa que estas doctrinas populistas “como tantos otros acicates estimulan las pasiones populares, que engreídas, se insolentan precipitándose para gran daño del Estado”.[1] El pueblo, pues, azuzado, halagado como un tirano, votará a través de su voluntad erigida como ley rectora del universo leyes hondamente perjudiciales para el Estado, profundamente contrarias a la razón y a la verdad, como lo son, por citar ejemplos cercanos, la ley del asesinato del niño no nacido, la ley de la narcotización poblacional y la ley del amancebamiento homosexual, perfectamente legítimas desde el torcido punto de vista de la soberanía popular.
[1] Antonio Caponnetto, “La Democracia: Un debate pendiente (I)”, Buenos Aires, Ediciones Katejon, 2014, p. 59.
Joaquín Martínez Arboleya ya nos había advertido de los graves problemas de la democracia.
ResponderBorrarJeje, Santikaten.
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