Por Don Luis Alfredo Andregnette Capurro. Publicado en
“Cabildo”, abril-mayo de 2008.
En este aquí y en este ahora, el último Cesar de Italia, Benito Mussolini, nos llega por el camino del sentimiento. Y lo hace cuando el próximo 29 de julio se cumplan 125 años de su natalicio y el 28, de estos días de abril que se desgranan, 63 de su vil asesinato. Violento tránsito hacia la inmortalidad porque, como el primer César –el que no llegó a Augusto-, también encontró en su camino a los Grandis, Cianos y Badoglios, Brutos parricidas que ya peinaban canas de políticos.
Pero veamos los
primeros decenios de la XX centuria. El significado más hondo con que apareció
Mussolini en la política italiana y mundial fue la necesidad de enlazar los
quehaceres urgentes de la reconstrucción patria con la impostergable
revolución.
Décadas de ruptura
del tejido social por el liberalismo y el marxi-nihilismo hacían necesaria la
intervención quirúrgica para el fortalecimiento del Estado y su restauración
con la concepción cristiana del Corporativismo Participativo.
A este respecto
señala el Padre Ennio Innocenti en su exhaustivo estudio titulado “La
Conversión Religiosa de Mussolini” (Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2006): “Alguno difunde el equívoco de que la
política social de Mussolini derivó de su matriz revolucionaria socialista, la
cual ciertamente no tiene ninguna inspiración religiosa y mucho menos católica.
Se desatiende así la oportuna referencia que Mussolini señaló en la romanidad
(donde la originaria concepción corporativa adquirió dignidad política). Se
olvida también la actualización de la concepción corporativa que en tiempos de
Mussolini había acreditado Giorgio Toniolo con el favor de la Santa Sede. Se
pasa por alto además la certera referencia a la inspiración cristiana probada
por la experiencia corporativa política de las comunas medievales [...]”
He aquí, pues, los
principios inspiradores de lo que Innocenti titula con justicia la “benemérita política social mussoliniana”,
consecuencia a su vez del plan de “hacer
realidad el Estado Participativo”.
Éste se perfeccionó
incorporando aspectos fundamentales de la Doctrina Social Católica al entrar el
Corporativismo en las empresas “elevando
al trabajador a participante de la gestión, en la propiedad y por consecuencia
en los resultados económicos de la gestión”.
Durante la
República Social Italiana proclamada por Mussolini en setiembre de 1943, luego
de la traición de un rey “pequeño de cuerpo y de alma”, se acentuaron los
aspectos corporativos con la complementación orgánica de las ideas de propiedad
y de sociedad. Esas Leyes Fundamentales que se conocen como de Socialización,
pero que son la antítesis del marxismo, mero capitalismo de Estado tan brutal
como el liberal que suele devenir en salvaje.
A este respecto el
citado Don Ennio Innocenti califica las disposiciones del Duce de estar en
perfecta armoní con el pensamiento de la Iglesia siempre radicalmente adversa
tanto al capitalismo liberal como al socialista. Corrían por entonces los
llamados “seiscientos días de Mussolini”, que son una prueba de su grandeza de
espíritu.
En esto no tenemos
más que ceñirnos a sus memorias en las que traza un proyecto completo de
restauración social que podríamos llamar –con palabras joseantonianas- la
Revolución Nacional Sindicalista.
Merece párrafo
aparte y subrayado la política religiosa. Advenido al Poder en el año 1922 con
su Revolución de los Camisas Negras adoptó una serie de medidas dirigidas a
facilitar la obra espiritual del catolicismo.
En ese sentido se
restauró el crucifijo en centros oficiales y tribunales. A raíz de la reforma
educativa de 1923 se incorporó la catequesis en las escuelas públicas dándose
existencia jurídica a la Universidad Católica de Milán.
Por otra parte, se
hizo frecuente la presencia de autoridades eclesiásticas en las ceremonias
públicas. Pero no bastaba. El conflicto desatado por el accionar carbonario-
masónico, cuando los Saboya y Garibaldi tomaron militarmente la Ciudad de Roma,
el 20 de setiembre de 1870, se mantenía vigente. Situación insostenible que el
propio Jefe de Gobierno señaló expresando: “Cualquier problema que turbe la unidad
religiosa de un pueblo es causa de un delito de lesa Nación”.
Sobre esa base
Mussolini acentuó el proceso de Conciliación que fue coronado en febrero de
1929 con los Acuerdos de Letrán, los que convirtieron en situación de derecho
la plena soberanía del Papa sobre lo que fue, desde entonces, y para siempre,
el Estado Vaticano. En la Cuaresma de ese año, Pío XI, entonces Pontífice
reinante expresó: “Con profunda alegría declaramos haber dado, gracias a estos
acuerdos, Dios a Italia e Italia a Dios”.
Cabe sin duda que a
esta altura de la nota nos preguntemos cuál es el juicio que puede hacerse de
la política exterior de la Italia Fascista considerada en su conjunto.
En primer lugar hay
que consignar que la conducta de Mussolini en relación a los asuntos
internacionales tuvo tres puntos claves: la revisión de los tratados de Paz de
1919-20 empezando por el de Versalles, un Pacto de las Cuatro Potencias, que si
hubiera sido aceptado habría contribuido a mantener la paz en el mundo durante
un extenso período, y por último el Pacto Antikomintern para frenar el
expansionismo soviético.
Pero no fue así y
sus esfuerzos fracasaron hasta el mismo agosto de 1939, cuando ante la
inminencia del conflicto entre Alemania y una Polonia incitada bélicamente por
Francia e Inglaterra, presentó un plan de Paz que fue rechazado.
Sin embargo, hay
algunos acontecimientos previos –que sucedidos cuando terciaba el siglo pasado-
tuvieron especial significación. El primero fue la conquista de Abisinia con la
que se extendió la civilización Occidental y Cristiana a un olvidado y salvaje
rincón del mundo que no poseía más elementos aglutinantes que la autoridad de
ciertos caciques.
En segundo término,
el apoyo con sangre de Legionarios a la Cruzada de la España Nacional que
impidió la bolchevización del extremo de Europa. Lo que llegó luego fue la
conflagración, que al extenderse, ahogó la voz de Mussolini, quien hizo un
nuevo intento por detenerla a comienzos del año 1940.
Europa fue entonces
arrasada por los cañones que facilitaron, en Teherán, Yalta y Postdam, el
orgiástico reparto del mundo “iluminado” desde el “Gran Oriente” por las bombas
sobre Hiroshima y Nagasaki. En tanto las praderas de los Césares se empapaban
de sangre, mientras le Valle del Po se cubría con la niebla gris de la derrota
y la roja de las matanzas en nombre de la “sagrada democracia”.
Y fueron decenas de
miles las víctimas en la fiesta congoleña de los “libertadores”. El primero fue
el maestro y herrero del Predappio, que con sus duras manos había abierto un surco
“con una iniciativa política que interesó
al mundo mostrándole nuevos caminos”.
Eran las cuatro y
diez de la tarde del 28 de abril de 1945 cuando ante la verja de Villa
Belmonte, en Giulino di Mezzegra, la metralleta del forajido partisano Walter
Audisio disparaba sobre el cuerpo de un César que del Carso a Como, desde su
adolescencia hasta su plenitud fascista, que está antes que nada en el Programa
de Vernoa, había luchado por la justicia para su pueblo.
Caído, se lo culpó
por una guerra que le fue impuesta por los que no quisieron revisar los
cimientos falsos del período versallesco.
Muy cerca de allí,
en Dongo, caían acribillados por la espalda los que lo acompañaron hasta el
último momento ofreciéndole su vida, trabajo y sangre. Los que nada habían
pedido en las horas del triunfo al hombre que había escrito en una ocasión: “Mi
vida es un libro abierto. Se pueden leer en él estas palabras: estudio,
miseria, lucha”.
El último César,
cuyo cadáver la hez liberal bolchevique colgó de los pies, porque no los tenía
de barro, también poseía, en las fotografías macabras que se publicaron, un
decoro que nadie le pudo arrebatar. El brazo derecho como una espada y su mano,
aunque casi rozando el suelo, con la que seguía indicando el camino y el vuelo
de las águilas. Tal fue siempre su gesto, y el gesto y su significado en lo
moral y lo físico es lo que queda de los hombres.
Tiempo atrás, desde
la ciudad de Forli, llegamos hasta la cripta de la familia Mussolini en el
cementerio del Predappio donde ante el sarcófago de piedra viva en el que el
Duce descansa, oramos a Cristo Jesús por quien nació católico, confesándose tal
en los días de su martirio.
Luego, y en voz alta, repetimos un párrafo de su testamento: “Todo lo que fue hecho no podrá ser borrado, mientras mi espíritu, ya librado de la materia, viva, después de la pequeña existencia terrena, la vida sin fin y universal de Dios”.
De no haber entrado en la guerra hubiera muerto en la cama como Franco.
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