Por SERTORIO
FUENTE: “El Manifiesto”
De un plumazo Rusia
se ha liberado de Netflix, Disney, Spotify, KFC, McDonald’s, Pizza Hut, Ikea,
Amazon, la CNN, la BBC, Bloomberg y toda una serie de parásitos y virus que han
causado la muerte cultural de Europa.
La guerra de Ucrania no es sólo una guerra material, también es un enfrentamiento entre dos concepciones del mundo antagónicas, como bien indicó Aleksandr Dugin hace poco en un breve artículo. Y en ese campo, la guerra le ha permitido a los rusos librarse de varias plagas que en este matadero de las naciones que es la Unión llamada “Europea” padecemos sin esperanza de remedio. Sí, de un plumazo, sin comerlo ni beberlo, Rusia se ha liberado de Netflix, Disney, Spotify, KFC, McDonald’s, Pizza Hut, Ikea, Amazon, la CNN, la BBC, Bloomberg y toda una serie de parásitos, virus y treponemas que han causado la muerte cultural de Europa. Uno no puede sentir sino una sana envidia por los rusos, que han tenido la fortuna de ver cómo se extinguen en cuestión de días, casi como por milagro, esos chancros culturales, esos patógenos sajones.
Rusia se ha
desinfectado por arte de magia de Facebook (que llama ahora a la matanza de
rusos: cuando se trata de instar a la degollina de un pueblo blanco y
cristiano, las redes sociales no se autocensuran), de Instagram, de Twitter y
de toda la basura que licúa cerebros, corrompe entendimientos y prostituye
intimidades. Hasta la gran usura mundial ha roto sus lazos con Moscú y se va a
quedar sin cobrar su libra de carne. Tampoco la feliz y santa Rusia comerá insectos,
ni degustará los tumores pseudovacunos del señor Gates, ni le obligarán a
comprar carísimos coches eléctricos para salvar al planeta, ni la africanizarán
e islamizarán para abaratar la mano de obra, ni corromperán a sus menores los
poderes públicos. Rusia ha quedado en manos de los rusos. Las posiciones que
esta zombi Gayropa, fámula y furcia
de Estados Unidos, pierda en Rusia, ya no las volverá a ganar. Y no sólo
hablamos de gas, petróleo, minerales estratégicos, trigo y metales preciosos
que serán para otros mercados, no para un suburbio colonial de América. Se
trata de algo más sutil.
Por desgracia,
nosotros hemos quedado en el lado malo de la trinchera, con la apisonadora de
identidades, con los travestidos del liberalismo global, con los bolcheviques a
la violeta de nuestras universidades. El Occidente friendly predica el
odio a Rusia, “cancela” el ballet ruso y maldice a Dostoievski, a Gógol, a
Chaikovski, a Rubliov. No es de extrañar en una “cultura” en descomposición,
que también ha hecho lo mismo con el legado de los odiados y proscritos dead white males; con su
música clásica, con el ideal helénico, con Kipling, con Goethe, hasta con Joseph
Conrad. Y con Colón, con el bueno de fray Junípero Serra y con los héroes de
nuestra épica; y con todo lo que nuestros abuelos y padres consideraban digno
de perdurar en estatuas, que han sido derribadas por esa escuela de barbarie
que es la educación progresista. Porque el bando occidental no es el nuestro:
es el de Kamala Harris, el del papa Francisco, el de la niña Greta, el de
Soros, Zuckerberg y Gates, el de las feministas radicales, el de Black Lives Matter, el
de los que atacan las estatuas de Colón y maldicen el nombre de España; y el
del lobby LGTBIQ+ y el de los de la industria de la culpa. Es el partido de los
que vituperan a nuestras naciones y a nuestra cultura y pretenden islamizar y
africanizar Europa a paso de carga. ¿Vamos a mover un dedo por ellos, por las
rabizas de Bruselas, por los gángsters de la OTAN, por los sucios negocios de
la familia Biden?
El Occidente
nihilista, bastardo y descastado dice que ha convertido a Rusia en un paria. Se
equivoca: Rusia tiene la ocasión de restaurar la primacía del espíritu, del
arraigo, del ser con atributos: del Dasein. Al
vomitar la ponzoña ilustrada, se produce la posibilidad de edificar un Cosmos con
sentido, con orden,
en el que se puede adquirir la condición de persona, miembro de una colectividad
orgánica, frente al individuo occidental:
atomizado, anómico, sin alma, hipersexual, simple número indiferenciado e
indiferente, encargado sólo de producir y consumir. Para eso, la política del
Kremlin debe ir más allá del pragmatismo bismarckiano de Putin, debe entender
que su causa es santa y
que su misión es mantener viva la scintilla
Dei de la Sabiduría Perenne, del espíritu tradicional (no sólo
cristiano) en el mundo maquinizado, animalizado, embrutecido y desarraigado del
nomadismo global. Una patria en
medio de un caos apátrida. El
mayor error que puede cometer Rusia es volver al estado de cosas que había hace
menos de un mes. Esta ruptura cultural, que ha sucedido
por verdadero milagro, debe consolidarse; un muro más poderoso que el de
Berlín, un cordón sanitario espiritual, una fosa séptica civilizatoria debe
aislar a la Santa Rusia de las mefíticas miasmas de Gayropa. Moscú será
entonces la referencia y el refugio de las fuerzas de la Tradición, como fue la
esperanza de los pueblos ortodoxos de los Balcanes bajo el dominio otomano.
Ahora, bajo el yugo de los nuevos turcos del capitalismo global, la historia
vuelve a repetirse.
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