Conde
Superunda. Retrato de Cristóbal Lozano (1758)
Por MANUEL TORRES H.
Es esencial estudiar la vida y los actos de los grandes hombres de nuestra
civilización, en ellos es posible encontrar una guía que dirija a las
comunidades hispanas hacia mejores escenarios, de desarrollo económico, político,
social y militar, por lo que es un deber recordar y honrar a los individuos que
se distinguieron en aquel período en que apenas tomaba forma Hispanoamérica.
Sus aportes tuvieron por objeto alcanzar la prosperidad de los suyos y de sus
descendientes, y el incremento de la grandeza de su patria, así como la
expansión de su fe.
Hay en el orbe hispano una creciente tendencia de conformidad y hasta un
profundo sentimiento de apego hacia determinadas conductas que son promovidas
por quienes dirigen el escenario mundial. Estas no son otra cosa que maneras
erróneas de afrontar la vida y sus dificultades, produciendo efectos graves en
la identidad y en la visión que tienen y que comparten los individuos respecto
a su comunidad, conduciendo a una gradual degradación moral, cultural y
espiritual.
Debido a esto, hay poca o ninguna posibilidad de
enaltecer las victorias y aciertos de quienes nos precedieron y dieron forma a
nuestras verdaderas instituciones; incluso en los espacios más hondos de
conocimiento se ignora a estos vencedores y perseverantes hombres, sufriendo de
esta forma la memoria de los constructores del gran imperio hispano el rechazo
generalizado de sus descendientes, que se niegan a estudiar los aciertos y
desaciertos de sus ancestros y civilizadores, y mucho menos seguir su gran
ejemplo.
Antes sí, se consume, se promueve y distribuye todo lo
que no es propio, aquello que proviene de lo que es absolutamente contrario a
toda manifestación hispana. Suelen convertir a piratas en héroes, y a
delincuentes como referentes. El siglo XVIII nos presenta gloriosos
acontecimientos que protagonizaron nuestras comunidades, pero que son
desplazados en los medios posmodernos ensalzando erróneamente las atrocidades
cometidas por los adversarios de nuestros ancestros, convirtiéndolas en un «bellísimo» reservorio para una pseudoliteratura y obras
cinematográficas que embelesan las almas perdidas de una gran cantidad de
hispanos.
Por esto es que resulta una obligación revertir esta
tendencia, y para revertirla hay que actuar exponiendo la grandeza de nuestra
civilización, una que fue labrada por hombres insignes.
Uno de estos hombres fue José Antonio Manso de Velasco y
Sánchez Samaniego. Nació en el año 1689, siendo el Rey de España Carlos
II. Su
tierra natal, Torrecilla en Cameros, forma parte de La Rioja, una región con una
poderosa historia, que llegó a sufrir la conquista de Roma, y que recuerda a la
guerra entre Sertorio y Pompeyo.
La familia de José Antonio poseía un mayorazgo, que
comprendía una cabaña ganadera y un lavadero de lanas, por lo que, si tomamos
en cuenta lo que significa cada una de estas posesiones, se puede deducir que
era una familia acomodada, con un sustento económico lo suficiente para
distinguirse entre los suyos.
Fue bautizado el 10 de mayo de 1689. Sobre este detalle
de su vida es preciso señalar que no resulta un exceso mencionarlo: fue Manso
un creyente hasta el final, en una época en que para alcanzar el éxito no sólo
bastaba la pericia ganada por la experiencia y el empeño en alguna disciplina,
sino también la entrega por medio de la fe a Dios.
Es el segundo de los hijos, por lo tanto, escoge la
carrera de las armas. A los diecisiete años participó en la guerra de sucesión
a favor de Felipe V de España sirviendo en varios frentes, encontrándose para
ello en diversos territorios de la península ibérica, la península itálica y el
norte de África, en territorios de lo que hoy es Marruecos y Argelia. El mérito que obtiene por su buen servicio conlleva a
que el rey lo nombre caballero de la Orden de Santiago y Capitán de Granaderos
del regimiento de Guardias de la Infantería Española.
Manso fue considerado para un cargo importante, el de
Gobernador de Filipinas, junto con el de Capitán General y Presidente de la
Real Audiencia. José Antonio cumplía con el perfil, pero prefirió no
aceptar por consejo de un buen amigo y gran funcionario del reino, a la espera
de una oportunidad mejor. Lo curioso es que no podemos señalar que tomara esta
decisión por el deseo de un mayor acceso al poder o riqueza por el simple hecho
de su impecable carrera en la administración, completamente libre de manchas.
Pudieron ser muchos los motivos, quizá lo hiciera porque prefería su patria
antes que trasladarse a territorios tan lejanos, o porque querría enfrentar
asuntos a los que pudiera sacar mayor provecho, debido a su experiencia ganada.
No lo sabemos. Sin embargo, un primer evento arrojó una puerta hacia lo que
buscaba.
Don Bruno Mauricio de Zabala, quien ejercía como
Gobernador y Capitán General de la Gobernación del Río de la Plata desde 1717,
y con rango de Teniente General de los Reales Ejércitos, el mismísimo fundador
de Montevideo, fue designado por el rey para el puesto de Gobernador del Reino
de Chile en 1734. Antes de trasladarse para tomar posesión del cargo se le
ordenó ir a Paraguay para imponer orden, y sólo después de haber cumplido
eficazmente con dicho objetivo se dispuso a continuar a Chile, pero este
insigne hombre que protagonizó la fundación de la ciudad San Felipe y Santiago
de Montevideo no logró asumir el cargo por su repentino fallecimiento en el año
1736.
Es bajo esta circunstancia que el 18 de octubre de 1736, el rey Felipe V, por medio de
Real Cédula, designa a don José Antonio Manso de Velasco Gobernador y
Capitán General de Chile.
El recién nombrado gobernador permaneció en Cádiz
mientras era preparada la flota que partiría a las Indias, comandada por el
Teniente General de la Armada y Comandante General de Cádiz, Blas de Lezo y
Olavarrieta, el hombre que años después derrotaría a los ingleses en Cartagena
de Indias —que hoy es parte de la República de Colombia—.
El viaje inició el 3 de febrero de 1737. No hubo
contratiempos, y tan pronto llegaron a las Indias Occidentales José Antonio se
trasladó al Reino de Chile. Llegó el 15 de noviembre de 1737, siendo recibido
como Capitán General y al día siguiente como Presidente de la Real Audiencia.
En este momento Manso también contaba con el rango de Brigadier General.
No tardó el nuevo gobernador en atender los asuntos
inherentes a su cargo: el territorio que debía gobernar tenía un conjunto de
problemas sin resolver, y el propio Manso, conforme fue comprendiendo lo que
tenía ante sí, demostró un profundo compromiso por la resolución de dichos
problemas, empleando cuanto pudo en recursos y también en ingenio, para paliar
los males que perjudicaban a esta parte del imperio.
Una de sus responsabilidades fue hacer juicio de
residencia a su antecesor, el gobernador interino don Manuel de Salamanca, y al
predecesor de este, don Gabriel Cano de Aponte. Esta tarea fue encargada por
medio de real cédula con fecha de 9 de diciembre de 1736.
Aquel primer trabajo, aún después de llevarlo a cabo con
la mayor justicia y honradez posible, no tuvo el resultado esperado. Salamanca
fue acusado de aprovecharse de tan alto cargo para realizar negocios y aumentar
sus arcas, sin embargo, valiéndose de su influencia y de una red de
colaboradores pudo evadir las acusaciones que se le hicieron por motivo del
juicio de residencia, consiguiendo incluso la absolución en años posteriores.
Si tomamos en cuenta la naturaleza de este último
desenlace, así como el carácter franco y de absoluta disposición y rectitud del
militar riojano, es posible concebir una imagen de la impresión que pudo
haberle causado este episodio, causándole un completo desprecio hacia tales
prácticas, las que tenían que ver con el abuso del poder para provecho
personal.
Más allá de este inconveniente, la labor de este
destacado gobernante apenas estaba por comenzar. Su administración no tuvo parecido
alguno con las que anteriormente gobernaron aquel reino, tanto por sus logros
como por las acciones de su gobernante. Además de afrontar complicaciones
propias de la región, que comprendían fenómenos naturales y conflictos
sociales, acrecentados por la precariedad que presentaban algunas plazas y la
ausencia de centros de población que consolidaran el territorio del
imperio.
José Antonio se desplazó a lo largo y ancho del Reino de
Chile, encargándose personalmente de dirigir las medidas que debían ejecutarse
para sobrepasar cualquier obstáculo en el camino que se había propuesto:
cumplir con las órdenes del rey y procurar la prosperidad social y territorial
de aquel vasto territorio.
De esta manera tomó las riendas de la situación producida
por el terremoto del 24 de diciembre de 1737, que se hizo sentir al menos en tres
ocasiones en La muy Noble y muy Leal Santa María la Blanca de Valdivia. La
población se vio fuertemente afectada, por lo que el gobernador Manso consideró
trasladarla a otro lugar, y tras recibir consejo decidió dejarla en aquella
misma ubicación. Eso sí, mandó levantar las estructuras destinadas a la
defensa del puerto y de la plaza.
No podemos dejar de mencionar otro hecho, aunque ajeno a
Manso, que se presenta en el periodo que estamos describiendo: en 1738 el rey
expide la real cédula que autorizaba crear la Real Universidad de San Felipe de
Santiago de Chile, sucediendo a la de Santo Tomás de Aquino dirigida por los frailes
dominicos.
Y también fue este el año que, en Tapihue, se celebró un
parlamento con los caciques araucanos, siendo esto el 5 de diciembre de 1738. Y
el 8 de diciembre, en conferencia, se aseguró todo cuanto se había conseguido
en ocasiones anteriores. A estos eventos asistieron 6000 indios, de los cuales
368 eran caciques o capitanes.
José Antonio no se mostró conforme con esto, puesto que
aquel parlamento y posterior conferencia eran un instrumento por el que se
realizaba una constante entrega de riquezas a los indios —estos últimos nada
dispuestos a civilizarse—, para que no hicieran la guerra al imperio.
La actitud del distinguido militar y gobernador ante las
situaciones contrarias al orden y al decoro perfiló la personalidad que lo
caracterizaba, una característica que siempre iba acompañada de la voluntad
requerida para corregir las desviaciones y defectos de las comunidades bajo su
mando. Una muestra de su carácter y de sus nobles intenciones para ofrecer una
mejoría en los territorios que administraba, podemos extraerla en su carta al
rey escrita en Concepción el 28 de febrero de 1739, en la que plantea un
conjunto de medidas para terminar con las costumbres desenfrenadas de los
indios del Reino de Chile los cuales califica de ociosos, expresando además que
los vicios de aquellos oscilan entre la embriaguez y la poligamia.
Su apreciación respecto a lo que ocurre se agrava cuando
observa que los indios son agasajados para mantener los tratados de paz. Sumado
a esto, también se les otorgaba un trato particularmente especial en dichos
tratados, similar al que ostentaba el Imperio Español, es decir, de igual a
igual. Para resumir: el imperio pactaba, previos regalos de la corona, la paz.
Y Manso no aceptó tal humillación, y menos de individuos que no tenían ni un
atisbo de civilización alguna, que compraban mujeres y sólo buscaban satisfacer
sus placeres terrenales.
Continuó trasladándose, y visitó la frontera con el fin
de conocer el estado del reino, descubriendo que los límites no estaban donde
debían, quedándose así desde que una revuelta de indios se iniciara
en 1723, probablemente por irregularidades de las administraciones pasadas,
perjudicando entonces la extensión del dominio efectivo en la región. Manso
actuó en consecuencia, procuró que se repararan fuertes y siguió escribiendo al
rey de aquella situación.
En el Reino de Chile se requería un notable esfuerzo por
parte de sus dirigentes para hacerlo avanzar. Se trataba de un territorio en
constante conflicto entre los indios con pocas ganas de abrazar el orden y la
civilización, y los españoles que buscaban establecerse y generar prosperidad,
en medio de carencias y desavenencias, sin olvidar las catástrofes naturales
que padecieron algunas de sus comunidades. Fue ésta la época en que España e
Inglaterra se declararon la guerra, además de coincidir con algún relajamiento
del comercio en América, puesto que el rey permitió la entrada de determinadas
naves de otros reinos para comerciar. Todo esto a la par de la más irrespetuosa
actuación de los enemigos de la hispanidad, que ambicionaban lo que la corona
castellana había conquistado y sembrado con templanza y con profundo celo
cristiano.
El 21 de octubre de 1740 se publica la declaración de
guerra en el Reino de Chile.
Entre los aspectos más destacables de la administración
de José Antonio en esta región de la América Española fue la fundación de
villas y ciudades. Uno de estos lugares fue San Felipe el Real, fundado el 3 de
agosto de 1740. Para ejecutar dicho proyecto el gobernador ordenó el trazado
del terreno y la configuración que debía presentar la villa, con las medidas
necesarias de cada calle e incluso lo concerniente al agua corriente. En caso
de aumento de población, dispuso que la extensión del urbanismo fuera de las
murallas, siguiera la forma de la villa. Ordenó también la construcción de la
iglesia parroquial, y que se comunicara el número de pobladores para designar
el cabildo.
Otras villas fueron Santa María de los Ángeles, Nuestra
Señora de las Mercedes de Tutuben, San Agustín de Talca, San Fernando de Tinguiririca, Logroño de
San José, Santa Cruz de Triana, San José de Buena Vista de Curicó, San
Francisco de la Selva. Manso debió efectuar estas fundaciones estudiando las
particularidades de cada caso para hacer viable el levantamiento de las villas,
puesto que aquello demandaba una logística y una política administrativa lo
suficientemente eficaz para llevar a cabo estos actos, que se realizarían aún
en medio de carencias en el tesoro por el desarrollo de la guerra.
El gobernador logró conseguir un buen apoyo de diversos
propietarios en cada una de las regiones que visitó, quienes con buen ánimo
cedieron grandes extensiones de terreno para construir las villas. También
estableció una especie de impuesto para todos los nuevos pobladores con motivo
de la construcción de una iglesia central para el culto en la comunidad, y de
conventos para la vida religiosa en cada una de las villas.
Las intenciones del gobernador, que no eran otra cosa que
ejecutar lo que ya había sido decretado por la corona, la fundación de villas,
era un beneficio absoluto para el Reino de Chile. Con una población establecida
y gobernada por instituciones tradicionales, como el cabildo, se concretaba aún
más la civilización hispana, despejando las sombras en aquel territorio
afectado por conflictos y desastres naturales.
Respecto a dichas fundaciones, hay un hecho que confirma
la clase de hombre que fue José Antonio. Habiendo aceptado el rey ayudar al
Reino de Chile para concretar la multiplicación de las villas para mayor
prosperidad de dicho reino, dispuso el monarca de una cantidad considerable de
títulos nobiliarios para que el gobernador los vendiera, a fin de emplear los
fondos de dicha venta en las villas que lo necesitaran, señalando además que el
gobernador se quedara con cuatro mil pesos por cada villa fundada. Manso
cumplió, pero no de la manera esperada. Los títulos sí fueron vendidos, de los
cuales se repartió una cantidad entre las nuevas villas, y el sobrante, que
Manso bien pudo haberlo cobrado para sí, porque así lo había dispuesto el rey,
decidió enviarlo al soberano. No se quedó con nada, prefirió prescindir del
mismo. Aquel comportamiento más que justo, fue tomado en cuenta en adelante. El
hombre, el militar, el gobernador del reino, era alguien dispuesto a generar
prosperidad, con una voluntad férrea y un accionar transparente.
Otras ciudades fueron beneficiadas por la gestión de
Manso, quien las dotó de aquello que necesitaban para alcanzar la prosperidad o
su defensa. En San Bartolomé de la Serena, erigió un edificio para el cabildo y
una cárcel para la ciudad. En otras poblaciones costeras mandó construir
fortificaciones para su defensa. También se puede mencionar la construcción del
primer mercado en Santiago de la Nueva Extremadura, en la plaza principal.
Recibió del rey el título de Mariscal de Campo de los Reales
Ejércitos en 1741. En 1743 es ascendido a Teniente General. Y el 24 de
diciembre de 1744, el rey ordenó a Manso de Velasco tomar el cargo de Virrey
del Perú. El ascenso y la consideración es comprensible si se tiene en cuenta
el éxito de su gestión. Comenzó su viaje el 9 de junio de 1745 y llegó el 12 de
julio a la Ciudad de los Reyes.
El virrey no tendría una administración sin
preocupaciones, puesto que el 28 de octubre de 1746 Lima sufre un fuerte
terremoto que causó una gran destrucción y mortandad. En cuanto a la
recuperación del inmenso desastre causado por el terremoto, el virrey afrontó
con entereza dicha situación, organizando lo necesario en los primeros
momentos. Esto era tomar cuenta de los recursos primordiales para mantener el
comercio y evitar así que la hambruna no cegara más vidas de lo que ya había
causado el terremoto y las olas en el Callao. El virrey desplegó un aparato
administrativo de carácter temporal, ordenando la investidura de alcaldes,
también de jueces provisionales, así como un resguardo mayor del tesoro y la
imposición de sanciones lo suficientemente duras para aplacar los posibles
saqueos y las conductas desenfrenadas de los que suelen aprovecharse de
momentos trágicos como los que se vivieron esos días.
La catedral fue objeto de la mayor atención, lográndose
en nueve años reconstruirla, disponiéndose todo tipo de arreglos y medidas para
poder llevar a cabo dicha labor. Por otro lado, se erigió una nueva población,
la de Bella Vista, con el fin de brindar una mayor seguridad a los pobladores.
En ellas construyó un colegio y un hospital.
El 8 de febrero de 1748 el rey le concede por medio de
una cédula el título de Superunda. Un título que hace referencia a su
persistencia y dedicación por superar la situación en la Ciudad de los Reyes,
puesto que hizo levantar las fortificaciones y a la misma ciudad ante tan
terrible desastre.
Dejó el gobierno en 1761, con un estado en la hacienda
más que aceptable, algo propio de este gran hombre.
Su gestión abarcó buena parte de los territorios de la República
de Chile y la República del Perú. Su nombre es recordado en al menos una calle de
Lima, y su efigie en una estatua en la ciudad de Rancagua. Siendo el impulsor
de sendos centros hispanoamericanos, se le debe dar el reconocimiento que
merece.
¡Grande, José Antonio Manso de Velasco!
Muy bueno el relato, y la descripción de la personalidad de Manso de Velasco. Cuando lo comencé a leer, me preguntaba si habría tenido que ver con el Virreinato del Río de la Plata, y al llegar a la mención a Bruno Mauricio de Zabala, me quedé contenta de ver una partecita de los fundadores de nuestra Patria, porque creo que lo fue. Leí hace poco una reseña de su vida y es también un hombre admirable, un estratega y una persona de fe. Me gustaría poder leer aquí también, y dar a conocer a otros, algo sobre él. Muchísismas gracias por tan buen material.
ResponderBorrarGracias por tan agradable comentario. También te adelanto que, tan pronto se reúna el material necesario, Don Bruno Mauricio de Zabala será objeto de nuestra reflexión. Saludos.
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