miércoles, 25 de mayo de 2022

MANSO DE VELASCO: EL MILITAR, GOBERNADOR Y VIRREY


Conde
Superunda. Retrato de Cristóbal Lozano (1758)


Por MANUEL TORRES H.

 

Es esencial estudiar la vida y los actos de los grandes hombres de nuestra civilización, en ellos es posible encontrar una guía que dirija a las comunidades hispanas hacia mejores escenarios, de desarrollo económico, político, social y militar, por lo que es un deber recordar y honrar a los individuos que se distinguieron en aquel período en que apenas tomaba forma Hispanoamérica. Sus aportes tuvieron por objeto alcanzar la prosperidad de los suyos y de sus descendientes, y el incremento de la grandeza de su patria, así como la expansión de su fe.



 

Hay en el orbe hispano una creciente tendencia de conformidad y hasta un profundo sentimiento de apego hacia determinadas conductas que son promovidas por quienes dirigen el escenario mundial. Estas no son otra cosa que maneras erróneas de afrontar la vida y sus dificultades, produciendo efectos graves en la identidad y en la visión que tienen y que comparten los individuos respecto a su comunidad, conduciendo a una gradual degradación moral, cultural y espiritual.

  

Debido a esto, hay poca o ninguna posibilidad de enaltecer las victorias y aciertos de quienes nos precedieron y dieron forma a nuestras verdaderas instituciones; incluso en los espacios más hondos de conocimiento se ignora a estos vencedores y perseverantes hombres, sufriendo de esta forma la memoria de los constructores del gran imperio hispano el rechazo generalizado de sus descendientes, que se niegan a estudiar los aciertos y desaciertos de sus ancestros y civilizadores, y mucho menos seguir su gran ejemplo.

 

Antes sí, se consume, se promueve y distribuye todo lo que no es propio, aquello que proviene de lo que es absolutamente contrario a toda manifestación hispana. Suelen convertir a piratas en héroes, y a delincuentes como referentes. El siglo XVIII nos presenta gloriosos acontecimientos que protagonizaron nuestras comunidades, pero que son desplazados en los medios posmodernos ensalzando erróneamente las atrocidades cometidas por los adversarios de nuestros ancestros, convirtiéndolas en un «bellísimo» reservorio para una pseudoliteratura y obras cinematográficas que embelesan las almas perdidas de una gran cantidad de hispanos.

 

Por esto es que resulta una obligación revertir esta tendencia, y para revertirla hay que actuar exponiendo la grandeza de nuestra civilización, una que fue labrada por hombres insignes.

  

Uno de estos hombres fue José Antonio Manso de Velasco y Sánchez Samaniego. Nació en el año 1689, siendo el Rey de España Carlos II. Su tierra natal, Torrecilla en Cameros, forma parte de La Rioja, una región con una poderosa historia, que llegó a sufrir la conquista de Roma, y que recuerda a la guerra entre Sertorio y Pompeyo.

  

La familia de José Antonio poseía un mayorazgo, que comprendía una cabaña ganadera y un lavadero de lanas, por lo que, si tomamos en cuenta lo que significa cada una de estas posesiones, se puede deducir que era una familia acomodada, con un sustento económico lo suficiente para distinguirse entre los suyos.

 

Fue bautizado el 10 de mayo de 1689. Sobre este detalle de su vida es preciso señalar que no resulta un exceso mencionarlo: fue Manso un creyente hasta el final, en una época en que para alcanzar el éxito no sólo bastaba la pericia ganada por la experiencia y el empeño en alguna disciplina, sino también la entrega por medio de la fe a Dios.

 

Es el segundo de los hijos, por lo tanto, escoge la carrera de las armas. A los diecisiete años participó en la guerra de sucesión a favor de Felipe V de España sirviendo en varios frentes, encontrándose para ello en diversos territorios de la península ibérica, la península itálica y el norte de África, en territorios de lo que hoy es Marruecos y Argelia.  El mérito que obtiene por su buen servicio conlleva a que el rey lo nombre caballero de la Orden de Santiago y Capitán de Granaderos del regimiento de Guardias de la Infantería Española.

 

Manso fue considerado para un cargo importante, el de Gobernador de Filipinas, junto con el de Capitán General y Presidente de la Real Audiencia. José Antonio cumplía con el perfil, pero prefirió no aceptar por consejo de un buen amigo y gran funcionario del reino, a la espera de una oportunidad mejor. Lo curioso es que no podemos señalar que tomara esta decisión por el deseo de un mayor acceso al poder o riqueza por el simple hecho de su impecable carrera en la administración, completamente libre de manchas. Pudieron ser muchos los motivos, quizá lo hiciera porque prefería su patria antes que trasladarse a territorios tan lejanos, o porque querría enfrentar asuntos a los que pudiera sacar mayor provecho, debido a su experiencia ganada. No lo sabemos. Sin embargo, un primer evento arrojó una puerta hacia lo que buscaba.

  

Don Bruno Mauricio de Zabala, quien ejercía como Gobernador y Capitán General de la Gobernación del Río de la Plata desde 1717, y con rango de Teniente General de los Reales Ejércitos, el mismísimo fundador de Montevideo, fue designado por el rey para el puesto de Gobernador del Reino de Chile en 1734. Antes de trasladarse para tomar posesión del cargo se le ordenó ir a Paraguay para imponer orden, y sólo después de haber cumplido eficazmente con dicho objetivo se dispuso a continuar a Chile, pero este insigne hombre que protagonizó la fundación de la ciudad San Felipe y Santiago de Montevideo no logró asumir el cargo por su repentino fallecimiento en el año 1736.

    

Es bajo esta circunstancia que el 18 de octubre de 1736, el rey Felipe V, por medio de Real Cédula, designa a don José Antonio Manso de Velasco Gobernador y Capitán General de Chile.

 

El recién nombrado gobernador permaneció en Cádiz mientras era preparada la flota que partiría a las Indias, comandada por el Teniente General de la Armada y Comandante General de Cádiz, Blas de Lezo y Olavarrieta, el hombre que años después derrotaría a los ingleses en Cartagena de Indias —que hoy es parte de la República de Colombia—.

 

El viaje inició el 3 de febrero de 1737. No hubo contratiempos, y tan pronto llegaron a las Indias Occidentales José Antonio se trasladó al Reino de Chile. Llegó el 15 de noviembre de 1737, siendo recibido como Capitán General y al día siguiente como Presidente de la Real Audiencia. En este momento Manso también contaba con el rango de Brigadier General.

 

No tardó el nuevo gobernador en atender los asuntos inherentes a su cargo: el territorio que debía gobernar tenía un conjunto de problemas sin resolver, y el propio Manso, conforme fue comprendiendo lo que tenía ante sí, demostró un profundo compromiso por la resolución de dichos problemas, empleando cuanto pudo en recursos y también en ingenio, para paliar los males que perjudicaban a esta parte del imperio.

 

Una de sus responsabilidades fue hacer juicio de residencia a su antecesor, el gobernador interino don Manuel de Salamanca, y al predecesor de este, don Gabriel Cano de Aponte. Esta tarea fue encargada por medio de real cédula con fecha de 9 de diciembre de 1736.

 

Aquel primer trabajo, aún después de llevarlo a cabo con la mayor justicia y honradez posible, no tuvo el resultado esperado. Salamanca fue acusado de aprovecharse de tan alto cargo para realizar negocios y aumentar sus arcas, sin embargo, valiéndose de su influencia y de una red de colaboradores pudo evadir las acusaciones que se le hicieron por motivo del juicio de residencia, consiguiendo incluso la absolución en años posteriores.

 

Si tomamos en cuenta la naturaleza de este último desenlace, así como el carácter franco y de absoluta disposición y rectitud del militar riojano, es posible concebir una imagen de la impresión que pudo haberle causado este episodio, causándole un completo desprecio hacia tales prácticas, las que tenían que ver con el abuso del poder para provecho personal.

 

Más allá de este inconveniente, la labor de este destacado gobernante apenas estaba por comenzar. Su administración no tuvo parecido alguno con las que anteriormente gobernaron aquel reino, tanto por sus logros como por las acciones de su gobernante. Además de afrontar complicaciones propias de la región, que comprendían fenómenos naturales y conflictos sociales, acrecentados por la precariedad que presentaban algunas plazas y la ausencia de centros de población que consolidaran el territorio del imperio.   

 

José Antonio se desplazó a lo largo y ancho del Reino de Chile, encargándose personalmente de dirigir las medidas que debían ejecutarse para sobrepasar cualquier obstáculo en el camino que se había propuesto: cumplir con las órdenes del rey y procurar la prosperidad social y territorial de aquel vasto territorio.

 

De esta manera tomó las riendas de la situación producida por el terremoto del 24 de diciembre de 1737, que se hizo sentir al menos en tres ocasiones en La muy Noble y muy Leal Santa María la Blanca de Valdivia. La población se vio fuertemente afectada, por lo que el gobernador Manso consideró trasladarla a otro lugar, y tras recibir consejo decidió dejarla en aquella misma ubicación. Eso sí, mandó levantar las estructuras destinadas a la defensa del puerto y de la plaza.

 

No podemos dejar de mencionar otro hecho, aunque ajeno a Manso, que se presenta en el periodo que estamos describiendo: en 1738 el rey expide la real cédula que autorizaba crear la Real Universidad de San Felipe de Santiago de Chile, sucediendo a la de Santo Tomás de Aquino dirigida por los frailes dominicos.

Y también fue este el año que, en Tapihue, se celebró un parlamento con los caciques araucanos, siendo esto el 5 de diciembre de 1738. Y el 8 de diciembre, en conferencia, se aseguró todo cuanto se había conseguido en ocasiones anteriores. A estos eventos asistieron 6000 indios, de los cuales 368 eran caciques o capitanes.

 

José Antonio no se mostró conforme con esto, puesto que aquel parlamento y posterior conferencia eran un instrumento por el que se realizaba una constante entrega de riquezas a los indios —estos últimos nada dispuestos a civilizarse—, para que no hicieran la guerra al imperio.

 

La actitud del distinguido militar y gobernador ante las situaciones contrarias al orden y al decoro perfiló la personalidad que lo caracterizaba, una característica que siempre iba acompañada de la voluntad requerida para corregir las desviaciones y defectos de las comunidades bajo su mando. Una muestra de su carácter y de sus nobles intenciones para ofrecer una mejoría en los territorios que administraba, podemos extraerla en su carta al rey escrita en Concepción el 28 de febrero de 1739, en la que plantea un conjunto de medidas para terminar con las costumbres desenfrenadas de los indios del Reino de Chile los cuales califica de ociosos, expresando además que los vicios de aquellos oscilan entre la embriaguez y la poligamia.

 

Su apreciación respecto a lo que ocurre se agrava cuando observa que los indios son agasajados para mantener los tratados de paz. Sumado a esto, también se les otorgaba un trato particularmente especial en dichos tratados, similar al que ostentaba el Imperio Español, es decir, de igual a igual. Para resumir: el imperio pactaba, previos regalos de la corona, la paz. Y Manso no aceptó tal humillación, y menos de individuos que no tenían ni un atisbo de civilización alguna, que compraban mujeres y sólo buscaban satisfacer sus placeres terrenales.

Continuó trasladándose, y visitó la frontera con el fin de conocer el estado del reino, descubriendo que los límites no estaban donde debían, quedándose así desde que una revuelta de indios se iniciara en 1723, probablemente por irregularidades de las administraciones pasadas, perjudicando entonces la extensión del dominio efectivo en la región. Manso actuó en consecuencia, procuró que se repararan fuertes y siguió escribiendo al rey de aquella situación.

 

En el Reino de Chile se requería un notable esfuerzo por parte de sus dirigentes para hacerlo avanzar. Se trataba de un territorio en constante conflicto entre los indios con pocas ganas de abrazar el orden y la civilización, y los españoles que buscaban establecerse y generar prosperidad, en medio de carencias y desavenencias, sin olvidar las catástrofes naturales que padecieron algunas de sus comunidades. Fue ésta la época en que España e Inglaterra se declararon la guerra, además de coincidir con algún relajamiento del comercio en América, puesto que el rey permitió la entrada de determinadas naves de otros reinos para comerciar. Todo esto a la par de la más irrespetuosa actuación de los enemigos de la hispanidad, que ambicionaban lo que la corona castellana había conquistado y sembrado con templanza y con profundo celo cristiano.

 

El 21 de octubre de 1740 se publica la declaración de guerra en el Reino de Chile. 

 

Entre los aspectos más destacables de la administración de José Antonio en esta región de la América Española fue la fundación de villas y ciudades. Uno de estos lugares fue San Felipe el Real, fundado el 3 de agosto de 1740. Para ejecutar dicho proyecto el gobernador ordenó el trazado del terreno y la configuración que debía presentar la villa, con las medidas necesarias de cada calle e incluso lo concerniente al agua corriente. En caso de aumento de población, dispuso que la extensión del urbanismo fuera de las murallas, siguiera la forma de la villa. Ordenó también la construcción de la iglesia parroquial, y que se comunicara el número de pobladores para designar el cabildo.

 

Otras villas fueron Santa María de los Ángeles, Nuestra Señora de las Mercedes de Tutuben, San Agustín de Talca, San Fernando de Tinguiririca, Logroño de San José, Santa Cruz de Triana, San José de Buena Vista de Curicó, San Francisco de la Selva. Manso debió efectuar estas fundaciones estudiando las particularidades de cada caso para hacer viable el levantamiento de las villas, puesto que aquello demandaba una logística y una política administrativa lo suficientemente eficaz para llevar a cabo estos actos, que se realizarían aún en medio de carencias en el tesoro por el desarrollo de la guerra.

 

El gobernador logró conseguir un buen apoyo de diversos propietarios en cada una de las regiones que visitó, quienes con buen ánimo cedieron grandes extensiones de terreno para construir las villas. También estableció una especie de impuesto para todos los nuevos pobladores con motivo de la construcción de una iglesia central para el culto en la comunidad, y de conventos para la vida religiosa en cada una de las villas.

 

Las intenciones del gobernador, que no eran otra cosa que ejecutar lo que ya había sido decretado por la corona, la fundación de villas, era un beneficio absoluto para el Reino de Chile. Con una población establecida y gobernada por instituciones tradicionales, como el cabildo, se concretaba aún más la civilización hispana, despejando las sombras en aquel territorio afectado por conflictos y desastres naturales.

 

Respecto a dichas fundaciones, hay un hecho que confirma la clase de hombre que fue José Antonio. Habiendo aceptado el rey ayudar al Reino de Chile para concretar la multiplicación de las villas para mayor prosperidad de dicho reino, dispuso el monarca de una cantidad considerable de títulos nobiliarios para que el gobernador los vendiera, a fin de emplear los fondos de dicha venta en las villas que lo necesitaran, señalando además que el gobernador se quedara con cuatro mil pesos por cada villa fundada. Manso cumplió, pero no de la manera esperada. Los títulos sí fueron vendidos, de los cuales se repartió una cantidad entre las nuevas villas, y el sobrante, que Manso bien pudo haberlo cobrado para sí, porque así lo había dispuesto el rey, decidió enviarlo al soberano. No se quedó con nada, prefirió prescindir del mismo. Aquel comportamiento más que justo, fue tomado en cuenta en adelante. El hombre, el militar, el gobernador del reino, era alguien dispuesto a generar prosperidad, con una voluntad férrea y un accionar transparente.

 

Otras ciudades fueron beneficiadas por la gestión de Manso, quien las dotó de aquello que necesitaban para alcanzar la prosperidad o su defensa. En San Bartolomé de la Serena, erigió un edificio para el cabildo y una cárcel para la ciudad. En otras poblaciones costeras mandó construir fortificaciones para su defensa. También se puede mencionar la construcción del primer mercado en Santiago de la Nueva Extremadura, en la plaza principal.

 

Recibió del rey el título de Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos en 1741. En 1743 es ascendido a Teniente General. Y el 24 de diciembre de 1744, el rey ordenó a Manso de Velasco tomar el cargo de Virrey del Perú. El ascenso y la consideración es comprensible si se tiene en cuenta el éxito de su gestión. Comenzó su viaje el 9 de junio de 1745 y llegó el 12 de julio a la Ciudad de los Reyes.

 

El virrey no tendría una administración sin preocupaciones, puesto que el 28 de octubre de 1746 Lima sufre un fuerte terremoto que causó una gran destrucción y mortandad. En cuanto a la recuperación del inmenso desastre causado por el terremoto, el virrey afrontó con entereza dicha situación, organizando lo necesario en los primeros momentos. Esto era tomar cuenta de los recursos primordiales para mantener el comercio y evitar así que la hambruna no cegara más vidas de lo que ya había causado el terremoto y las olas en el Callao. El virrey desplegó un aparato administrativo de carácter temporal, ordenando la investidura de alcaldes, también de jueces provisionales, así como un resguardo mayor del tesoro y la imposición de sanciones lo suficientemente duras para aplacar los posibles saqueos y las conductas desenfrenadas de los que suelen aprovecharse de momentos trágicos como los que se vivieron esos días.

 

La catedral fue objeto de la mayor atención, lográndose en nueve años reconstruirla, disponiéndose todo tipo de arreglos y medidas para poder llevar a cabo dicha labor. Por otro lado, se erigió una nueva población, la de Bella Vista, con el fin de brindar una mayor seguridad a los pobladores. En ellas construyó un colegio y un hospital.

 

El 8 de febrero de 1748 el rey le concede por medio de una cédula el título de Superunda. Un título que hace referencia a su persistencia y dedicación por superar la situación en la Ciudad de los Reyes, puesto que hizo levantar las fortificaciones y a la misma ciudad ante tan terrible desastre.

 

Dejó el gobierno en 1761, con un estado en la hacienda más que aceptable, algo propio de este gran hombre. 

 

Su gestión abarcó buena parte de los territorios de la República de Chile y la República del Perú. Su nombre es recordado en al menos una calle de Lima, y su efigie en una estatua en la ciudad de Rancagua. Siendo el impulsor de sendos centros hispanoamericanos, se le debe dar el reconocimiento que merece.

 

¡Grande, José Antonio Manso de Velasco!

2 comentarios:

  1. Muy bueno el relato, y la descripción de la personalidad de Manso de Velasco. Cuando lo comencé a leer, me preguntaba si habría tenido que ver con el Virreinato del Río de la Plata, y al llegar a la mención a Bruno Mauricio de Zabala, me quedé contenta de ver una partecita de los fundadores de nuestra Patria, porque creo que lo fue. Leí hace poco una reseña de su vida y es también un hombre admirable, un estratega y una persona de fe. Me gustaría poder leer aquí también, y dar a conocer a otros, algo sobre él. Muchísismas gracias por tan buen material.

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  2. Gracias por tan agradable comentario. También te adelanto que, tan pronto se reúna el material necesario, Don Bruno Mauricio de Zabala será objeto de nuestra reflexión. Saludos.

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