Fuente: “El Manifiesto”
Por SERTORIO
El 6 de mayo de este año se celebrará la coronación del rey Carlos III de Inglaterra; esta ceremonia tiene un especial interés porque puede que sea la última ocasión que tengan los europeos nativos de “asistir” a la unción de un monarca, aunque esta parte del ritual se hace a puerta cerrada: es un misterio. Por desgracia, ya corren rumores de que se va a atender a la diversidad religiosa y a los prejuicios iconoclastas de la opinión pública, pero no parece que, de momento, se aniquile el núcleo esencial de esta costumbre inglesa: la imposición de los santos óleos al rey. Tal y como involucionan nuestras sociedades, que a golpe de nuevos derechos se precipitan en la más sórdida y subhumana barbarie, es posible que nunca se repita lo que por mayo acontecerá en Londres. Quizás tras el reinado de Carlos III, que no se antoja largo, venga algo mucho peor que una república: que la futura monarquía del príncipe Guillermo y de la muy bella Kate Middleton se adapte a los cambios sociales y abandone su tradición milenaria para no agraviar a los miles de parásitos de toda índole y matiz que viven (a cargo del contribuyente, of course) de sentirse ofendidos. En una Inglaterra que está dejando de ser inglesa, ¿qué sentido tiene la monarquía, un resto de un pasado que en las escuelas les enseñan a los niños que fue abominable, racista, imperialista, machista y, sobre todo, elitista? ¿Cómo van a valorar los nuevos ingleses una tradición que odian y desprecian, que no es la suya?
Inglaterra es el enemigo secular de España. Lo sigue
siendo, pues mantiene una colonia en nuestro territorio: ¿cabe un gesto más
hostil? Pero ahora no se trata de eso, sino de cosas más profundas, que superan
lo nacional y adquieren un tono trascendente porque representan una realidad
del espíritu que se expresa por los símbolos, algo a lo que en España no se le
presta mucha atención salvo para profanarlos. En una Europa devastada, en pleno proceso de extinción de sus pueblos,
de sus tradiciones y de su fe, coronar a un rey y ungirlo según un antiquísimo
ritual resulta intempestivo y nada compatible con la democracia, sacrílega y
zafia en esencia. Pero Inglaterra no es una democracia, nunca lo ha sido, y
ahí reside la clave de su éxito imperial en los últimos trescientos años.
Inglaterra, por fortuna para ellos, ni siquiera tiene una constitución escrita,
esa quimera racionalista de nuestros pedantes rábulas. El derecho inglés se
asienta en las libertades concretas, en la jurisprudencia de sus jueces y en la
costumbre. Por eso fue el país más estable de Occidente. Nada de leyes
abstractas, sino fueros y usos de la tierra.
Desde 1688, Inglaterra ha estado gobernada por un
régimen liberal y representativo, una mezcla de principios monárquicos,
aristocráticos y oligárquicos que tiene una cierta semejanza con la Venecia de
los dogos y con la República romana. Los intereses de banqueros y comerciantes
eran defendidos política y militarmente por la gentry y
prestigiados por un rey que, como el emperador del Japón, ejercía un poder
sutil, ceremonial, suntuario e indispensable. Cuando el general Monck restauró
a Carlos II (1660), el elemento puritano, el embrión de un porvenir democrático
y plebeyo, optó por emigrar a las Trece Colonias. La población que permaneció
en las islas era la más propensa a aceptar el carisma de la Corona, a ser fiel
a la religión establecida, a respetar los viejos lazos con sus señores y a
sufrir la salvaje explotación de los primeros capitalistas. El reino estaba
dirigido en exclusiva por una élite severamente educada con métodos y
principios que hoy horrorizarían a cualquier charlatán pedagógico, pero que
proporcionaron a Inglaterra una élite de hombres fríos, implacables y duros a
la vez que corteses, irónicos y deliciosamente excéntricos, que fueron capaces
de dominar el mundo durante dos siglos. Kipling, Woodehouse, Strachey y Waugh
los retratan a la perfección. En las historias de Guillermo, de Richmal
Crompton, que alegraron nuestras infancias, hay también bastante de todo ello. Sus
patéticos imitadores europeos y americanos desmerecen del modelo original:
detrás de todo anglófilo hay un acomplejado. Uno de ellos fue Adolfo
Hitler.
El pueblo inglés era un instrumento que esta élite
usaba sin piedad, a golpe de látigo, de deportaciones y de trabajo semiesclavo.
Si hacían eso con sus compatriotas, cabe imaginar qué pasaba con los que no lo
eran. A principios del siglo XX el sistema inglés dejó de ser esa mezcla de
tres elementos para ser dominado sólo por uno de ellos: el plutocrático, que es
lo que se esconde detrás de cada una de las mal llamadas democracias occidentales. El poder del dinero es
nivelador y funcional, le repugna lo que se distingue y lo que parece inútil,
ocioso, anticuado o incomprensible. Exige publicidad y mensajes sencillos, a la
altura del romo sentido común del ciudadano que fabrica: fútbol y no ópera;
tebeos y no Balzac. Por lo tanto, que una institución hereditaria, arcaica,
decorativa y muy aparatosa celebre una suerte de auto sacramental donde el
monarca se amortaja con el humilde, fúnebre y penitente colobium sindonis, para luego revestirse de armiños
y coronarse de diamantes en medio de un rito cristiano del medievo, es un signo
de contradicción con el correr de los tiempos. Y sobre todo cuando ese ritual
lo preside la más decadente y degradada de las iglesias europeas, la anglicana,
de la que es cabeza y defensor el rey Carlos III, quien no cree mucho en ella.
No todas las monarquías organizaban solemnidades de
este tipo, España y Prusia, por ejemplo, se limitaban a una simple jura. En
cambio, en la antigua Francia o en la Rusia de los zares la coronación tenía la
misma naturaleza (sacre) que en Inglaterra,
siendo las últimas celebradas la de Carlos X (1825) y Nicolás II (1896). Al ser
ungido, el rey deja de ser un hombre profano y pasa a estar consagrado; su
persona se desdobla entre el mortal pecador y vulnerable que recibe la diadema
regia y el soberano, su función, que él encarna como idea, como principio, como
evidencia de la naturaleza sacra del Estado, porque un reino sin Dios no puede
existir. La soberanía siempre es sobrehumana. Sin Dios, pasa a ser inhumana.
La coronación inglesa, establecida en sus elementos
básicos en el reinado de Eduardo el Confesor (1042-1066), es un milagroso
superviviente del mundo tradicional, una reliquia de la extinta Europa
cristiana, esa que ha desaparecido en los últimos cincuenta años de estéril
laicismo, aprobado con el nihil obstat de las
iglesias de Occidente. Quien dice Tradición dice identidad. Y la identidad se
reconoce no en las razones sino en los símbolos, representación de un existir
más alto y más profundo. Algo que se evidenciará por última vez en la historia
el 6 de mayo del año en curso. Conviene verlo, será como asistir a la
coronación del último emperador romano en el siglo V de nuestra era.
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