Siguiendo una vieja tradición -Manuel Gálvez,
por ejemplo, difundió el primer capítulo de su novela “Nacha Regules” en la
revista “Vida Nuestra”- publicaré seguidamente el primer capítulo de mi
novelletta “Agustín”.
Recuérdese que la misma puede adquirirse en
Montevideo en la librería “Diomedes”, sita en Blvr. España 2129, teléfono 2 403
47 13 o +598 92 415 616.
y en Buenos Aires en el “Centro
Guadalupano- Librería Don Quijote”, calle Bartolomé Mitre 1721, contacto 11
2536 7640 o +54 9 11 2536 7640.
Los últimos ejemplares de mi otro libro, “Esencia de la Democracia: y cómo es contraria a la sana filosofía política y al catolicismo”, también se consiguen allí.
I
Se diría que a Agustín la fortuna le fue adversa.
Al menos, si se lo retratara en este momento, cuando se
le ve fuerte angustia padeciendo.
Solo, en esa vetusta, contrahecha y sucia casa; la cual
fue la de su puericia, y a la que ahora, siendo un hombre grande, ha retornado,
no teniendo otro sitio donde parar.
El carnaval no sosiega su lamento; el embadurnarse el
rostro y fingir una sonrisa remedio no son. “No notáis en esa risa/ una pena
disfrazada /que su cara almidonada/nos oculta una verdad.”
A Agustín, la fortuna le fue adversa.
Más que la fortuna, el espíritu malo se fijó en él, de
encarnizada forma. Y él no supo, o no pudo oponérsele.
Desdichado Agustín; al menos, hasta que vio la Luz.
En un evento, a los diecisiete años, Agustín conoció a
Evangelina. Todo era, o casi todo, candor y esperanza; contento y regocijo. Se
ennoviaron y su relación duró cinco años hasta el matrimonio. Jóvenes,
ignorantes de los sinsabores y de las batallas que hay que librar en la vida,
optaron con hidalguía por entregarse uno a otro, “hasta que la muerte los
separe”.
Ni Agustín ni Evangelina tenían un porvenir asegurado al
momento de casarse. El primero debía terminar sus estudios de abogacía; la
segunda, habiendo cursado algunos meses de una carrera menor, la abandonó para
dedicarse a su verdadera vocación: la maternidad.
Se radicaron en una modesta casa del barrio del Cordón,
que Agustín había heredado de su padre. A la vez, éste consiguió un empleito
como procurador en un estudio jurídico del Centro. Esos ingresos, sumados a módicos
aportes del padre de Evangelina, les permitieron pasar unos primeros años, si
bien recoletos, dignos.
Mientras a la edad de ellos, por la década del noventa,
los jóvenes dedicábanse a la juerga y a la dispersión; Agustín y Evangelina
tomaron la grave responsabilidad del matrimonio. Orgullosos estaban sus
ascendientes; aunque a la madre de Evangelina, burguesa, superficial, algo no
le convencía. No le cerraba ni el carácter ni las faltriqueras de Agustín. Mal
por ella que no supo ver la hombría de bien de este varón.
Con tesón, Agustín procuraba recibirse; y procuraba el
pan de cada día gastando las suelas de sus zapatos caminando de un juzgado a
otro en la Ciudad Vieja. Evangelina, por su parte, miraba con cariño -un tanto
desequilibrado, quizás- al fruto de su vientre, que en camino venía tras unos
meses del enlace.
Visto en retrospectiva, ¡cuánta apertura tuvieron ambos a
los designios de Dios!; ¡cuánta generosidad para aceptarlos cabalmente! Hoy,
treinta años después, difícil es toparse con almas así, presas como están de su
lujuria y superficialidad. Agustín y Evangelina eligieron un camino empedrado,
sacrificado, pero honroso.
Agustín salvaba sus exámenes con relativa facilidad: lo
motivaba su vida independiente de joven esposo y, próximamente, de padre. Y
Evangelina, en ese momento, dedicábase con amor y esmero a los cuidados de la
casa.
Concomitantemente, una hermana de Evangelina firmaba el
divorcio. La mujer no soportó el peso del matrimonio. Mas tampoco colaboró en
el consejo su mamá -la madre de ella y de Evangelina- quien sentía aversión por
su cónyuge. El hombre no había sido capaz de sacar adelante ese hogar; entiéndase
por esto: no había sido capaz de adquirir un buen chalet, ni pagar un buen
colegio, ni un club. Tal el concepto de dignidad -o por mejor decir, de confort-
que mínimamente aceptaba esta carantoña.
Por el momento, sin embargo, fuera estaba Evangelina de esta
influencia nefanda. Ella, joven e inocente aún, en buena medida seguía bajo el
influjo de los siempre benéficos cuentos de hadas y de princesas. Que así le
decía, al llegar a su humilde morada, el bueno de Agustín: “princesa”. Y la
princesa, solícitamente, en fuerte abrazo lo estrechaba.
“Príncipe fui/tuve un hogar y un amor/llegué a gustar la
dulce paz del querer”. Se lo escucha cantar así, repetidamente y en voz baja, a
Agustín. Sollozar, más que cantar. En un ambiente crapuloso, entre latas de
cerveza y comida chatarra arrojadas. Tras la sombra de una bacante que acaba de
irse. Y agrega al son de ese tango centenario: “así llorar hondo pesar hoy me
ves/ pues para luchar no tengo ya valor”. ¿No tienes valor, Agustín? Quizás en
este momento, no. Mas lo has de encontrar. La luz resplandece, impera sobre las
tinieblas, siempre.
El embarazo de Evangelina transitó a la perfección, sin
problemas de salud. Ella gozaba del privilegio de cursarlo enteramente en su domicilio;
cálidamente, seguramente, protegidamente. No debía trabajar y sufrir, de
consiguiente, el resabido estrés laboral; ese que tanto hace padecer a las
mujeres encintas. De ahí la gran cantidad de problemas sanitarios que las aquejan.
La belleza de Evangelina no fue menguada, en absoluto,
por el embarazo; esa hermosura que cautivó desde un primer momento a Agustín.
Si bien tenía una nariz un tanto desproporcionada -es cierto-, no dejaba de ser
una muchacha bonita. Pelos castaños, mediana estatura, gracioso cuerpo de
prominentes curvas.
Marco nació en junio de mil novecientos noventa y tres: el
unigénito de Agustín y de Evangelina. Un varoncito rollizo, bien blanco y de
ojos azules, como su papá. El parecido físico con su progenitor fue el tema del
día; todos mostrábanse, ante ese hecho, curiosos y felices, salvo la madre de
Evangelina.
Y de pareja trocáronse en familia. El bebé, Marco, llenó
de amor y de sacrificio ese nido -que es como lo mismo decir-: el amor y el
sacrificio quiso Dios -y lo demostró con su ejemplo- que inextricablemente
unidos estén. No se concibe amar sin renunciar. Por ello, la gente hoy no ama, porque
no renuncia.
Dichas y desdichas ocasionó Marco; labores y holganzas, enfados
y risas. ¿Qué niño no lo hace? A su cuidado Evangelina: Agustín proveía el pan.
Si ella en algún momento, cansada u agobiada, sensible o mimosa, procuraba el
auxilio de su madre, ésta casualmente encontrábase en alguna confitería. A
regañadientes acudía, y si bien se mostraba tierna con su nieto, no escatimaba
baldones hacia Agustín, quien en esos instantes laboraba. Su sueldo no era
bastante; más propio de un linyera era. Su gusto por el carnaval, mal gusto
era. Ciertas actitudes, crispábanla.
¿Cómo no comprendió esta desalmada que, pese a sus deficiencias -naturales a la humana natura-, Agustín era un bueno y derecho varón? ¿Cómo fue capaz de ejercer, en el alma de su inmadura hija, tan diabólico efecto? Evangelina, al principio, procuraba no escuchar.
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