sábado, 19 de julio de 2025

NOVELLETTA "AGUSTÍN": PRIMER CAPÍTULO

 



Siguiendo una vieja tradición -Manuel Gálvez, por ejemplo, difundió el primer capítulo de su novela “Nacha Regules” en la revista “Vida Nuestra”- publicaré seguidamente el primer capítulo de mi novelletta “Agustín”.

 

Recuérdese que la misma puede adquirirse en Montevideo en la librería “Diomedes”, sita en Blvr. España 2129, teléfono 2 403 47 13 o +598 92 415 616.

 

y en Buenos Aires en el “Centro Guadalupano- Librería Don Quijote”, calle Bartolomé Mitre 1721, contacto 11 2536 7640 o +54 9 11 2536 7640.

 

Los últimos ejemplares de mi otro libro, “Esencia de la Democracia: y cómo es contraria a la sana filosofía política y al catolicismo”, también se consiguen allí.


 

 

I



Se diría que a Agustín la fortuna le fue adversa.

Al menos, si se lo retratara en este momento, cuando se le ve fuerte angustia padeciendo.

Solo, en esa vetusta, contrahecha y sucia casa; la cual fue la de su puericia, y a la que ahora, siendo un hombre grande, ha retornado, no teniendo otro sitio donde parar.

El carnaval no sosiega su lamento; el embadurnarse el rostro y fingir una sonrisa remedio no son. “No notáis en esa risa/ una pena disfrazada /que su cara almidonada/nos oculta una verdad.”

A Agustín, la fortuna le fue adversa.

Más que la fortuna, el espíritu malo se fijó en él, de encarnizada forma. Y él no supo, o no pudo oponérsele.

Desdichado Agustín; al menos, hasta que vio la Luz.

 

 

En un evento, a los diecisiete años, Agustín conoció a Evangelina. Todo era, o casi todo, candor y esperanza; contento y regocijo. Se ennoviaron y su relación duró cinco años hasta el matrimonio. Jóvenes, ignorantes de los sinsabores y de las batallas que hay que librar en la vida, optaron con hidalguía por entregarse uno a otro, “hasta que la muerte los separe”.

Ni Agustín ni Evangelina tenían un porvenir asegurado al momento de casarse. El primero debía terminar sus estudios de abogacía; la segunda, habiendo cursado algunos meses de una carrera menor, la abandonó para dedicarse a su verdadera vocación: la maternidad.

Se radicaron en una modesta casa del barrio del Cordón, que Agustín había heredado de su padre. A la vez, éste consiguió un empleito como procurador en un estudio jurídico del Centro. Esos ingresos, sumados a módicos aportes del padre de Evangelina, les permitieron pasar unos primeros años, si bien recoletos, dignos.

 

 

Mientras a la edad de ellos, por la década del noventa, los jóvenes dedicábanse a la juerga y a la dispersión; Agustín y Evangelina tomaron la grave responsabilidad del matrimonio. Orgullosos estaban sus ascendientes; aunque a la madre de Evangelina, burguesa, superficial, algo no le convencía. No le cerraba ni el carácter ni las faltriqueras de Agustín. Mal por ella que no supo ver la hombría de bien de este varón.

Con tesón, Agustín procuraba recibirse; y procuraba el pan de cada día gastando las suelas de sus zapatos caminando de un juzgado a otro en la Ciudad Vieja. Evangelina, por su parte, miraba con cariño -un tanto desequilibrado, quizás- al fruto de su vientre, que en camino venía tras unos meses del enlace.

Visto en retrospectiva, ¡cuánta apertura tuvieron ambos a los designios de Dios!; ¡cuánta generosidad para aceptarlos cabalmente! Hoy, treinta años después, difícil es toparse con almas así, presas como están de su lujuria y superficialidad. Agustín y Evangelina eligieron un camino empedrado, sacrificado, pero honroso.

 

 

Agustín salvaba sus exámenes con relativa facilidad: lo motivaba su vida independiente de joven esposo y, próximamente, de padre. Y Evangelina, en ese momento, dedicábase con amor y esmero a los cuidados de la casa.

Concomitantemente, una hermana de Evangelina firmaba el divorcio. La mujer no soportó el peso del matrimonio. Mas tampoco colaboró en el consejo su mamá -la madre de ella y de Evangelina- quien sentía aversión por su cónyuge. El hombre no había sido capaz de sacar adelante ese hogar; entiéndase por esto: no había sido capaz de adquirir un buen chalet, ni pagar un buen colegio, ni un club. Tal el concepto de dignidad -o por mejor decir, de confort- que mínimamente aceptaba esta carantoña.

Por el momento, sin embargo, fuera estaba Evangelina de esta influencia nefanda. Ella, joven e inocente aún, en buena medida seguía bajo el influjo de los siempre benéficos cuentos de hadas y de princesas. Que así le decía, al llegar a su humilde morada, el bueno de Agustín: “princesa”. Y la princesa, solícitamente, en fuerte abrazo lo estrechaba.

 

 

“Príncipe fui/tuve un hogar y un amor/llegué a gustar la dulce paz del querer”. Se lo escucha cantar así, repetidamente y en voz baja, a Agustín. Sollozar, más que cantar. En un ambiente crapuloso, entre latas de cerveza y comida chatarra arrojadas. Tras la sombra de una bacante que acaba de irse. Y agrega al son de ese tango centenario: “así llorar hondo pesar hoy me ves/ pues para luchar no tengo ya valor”. ¿No tienes valor, Agustín? Quizás en este momento, no. Mas lo has de encontrar. La luz resplandece, impera sobre las tinieblas, siempre.

 

 

El embarazo de Evangelina transitó a la perfección, sin problemas de salud. Ella gozaba del privilegio de cursarlo enteramente en su domicilio; cálidamente, seguramente, protegidamente. No debía trabajar y sufrir, de consiguiente, el resabido estrés laboral; ese que tanto hace padecer a las mujeres encintas. De ahí la gran cantidad de problemas sanitarios que las aquejan.

La belleza de Evangelina no fue menguada, en absoluto, por el embarazo; esa hermosura que cautivó desde un primer momento a Agustín. Si bien tenía una nariz un tanto desproporcionada -es cierto-, no dejaba de ser una muchacha bonita. Pelos castaños, mediana estatura, gracioso cuerpo de prominentes curvas.

Marco nació en junio de mil novecientos noventa y tres: el unigénito de Agustín y de Evangelina. Un varoncito rollizo, bien blanco y de ojos azules, como su papá. El parecido físico con su progenitor fue el tema del día; todos mostrábanse, ante ese hecho, curiosos y felices, salvo la madre de Evangelina.

 

 

Y de pareja trocáronse en familia. El bebé, Marco, llenó de amor y de sacrificio ese nido -que es como lo mismo decir-: el amor y el sacrificio quiso Dios -y lo demostró con su ejemplo- que inextricablemente unidos estén. No se concibe amar sin renunciar. Por ello, la gente hoy no ama, porque no renuncia.

Dichas y desdichas ocasionó Marco; labores y holganzas, enfados y risas. ¿Qué niño no lo hace? A su cuidado Evangelina: Agustín proveía el pan. Si ella en algún momento, cansada u agobiada, sensible o mimosa, procuraba el auxilio de su madre, ésta casualmente encontrábase en alguna confitería. A regañadientes acudía, y si bien se mostraba tierna con su nieto, no escatimaba baldones hacia Agustín, quien en esos instantes laboraba. Su sueldo no era bastante; más propio de un linyera era. Su gusto por el carnaval, mal gusto era. Ciertas actitudes, crispábanla.

¿Cómo no comprendió esta desalmada que, pese a sus deficiencias -naturales a la humana natura-, Agustín era un bueno y derecho varón? ¿Cómo fue capaz de ejercer, en el alma de su inmadura hija, tan diabólico efecto? Evangelina, al principio, procuraba no escuchar.

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