No había podido prácticamente dormir tras mi primer día en Buenos Aires.
Los amigos, los camaradas, me habían recibido con un cariño inmenso, inmerecido,
gratamente sorprendente para mí.
Era la mañana del jueves cuatro de julio. Una mañana, para la inmensa mayoría de los trinitarios, absolutamente corriente, normal. Mañana de trabajo. Jornada de ocupación y de agitación laboral. Bajé del hotel, temprano, y me dirigí al café “Los Angelitos”, por la calle Bartolomé Mitre. Los restoranes, las confiterías, aún vacías u ocupadas por los primeros comensales que desayunaban. Algunos estudiantes ingresaban presurosos a una facultad de artes. Hacía frío. Yo rezaba a la par que caminaba despacio.
Buenos Aires, la reina del Plata. Qué lindo es sentirse ajeno y a la vez
parte de esa ciudad que respira, al día de hoy, cultura y barbarie a la vez.
Persiste la cultura en sus edificaciones suntuosas y de estilo; en esas
librerías y centros culturales “nuestros”, nacionalistas, que representan lo
más alto de la intelectualidad hispanoamericana. La barbarie, por su parte, se
manifiesta de la cabeza de su gobierno para abajo.
Iba al encuentro de mi entrañable amigo y maestro. Anónimo, desconocido
para sus conciudadanos, es un pensador ubérrimo, un sabio, pero quizás -sobre
todo- un hombre bueno y sensible. Comprobé esta última faz en nuestra charla,
al encontrarnos.
Llegué primero. El café estaba casi vacío. Jamás había visto algo
semejante: el icónico “Los Angelitos” es el café más elegante, más fino, más suntuoso
y más lindo que he conocido. Retratos de Gardel, sones tangueros, una música
acorde que ambienta el lugar. Una atmósfera soñada.
Divisé a mi maestro a la distancia, en la esquina, esperando para cruzar y
encontrarnos. Vestía elegantemente un sobretodo negro. Llevaba algo en sus
manos.
Con una sonrisa abierta lo saludé extendiendo mi brazo, a la distancia,
antes de que entrara. Él sonrió devolviéndome cálidamente el saludo.
Al encontrarnos, me estrechó en un abrazo fuerte. Sentí su cariño y su
ternura. Creo que correspondí.
Las dos horas de charla pasaron como segundos. La ciudad, la inmensa Buenos
Aires, seguía su ritmo ordinario, por más que para mí -quizás para él también-
el día y el momento estaban fuera de lo ordinario. Eran extra- ordinarios.
Segundos, minutos de oro.
Nos despedimos con un abrazo tan fuerte como el primero, en la esquina, ya
fuera del café. Él tomó su rumbo, yo el mío, por la calle Junín.
Buenos Aires tiene de todo, de lo bueno y de lo malo: pero tiene algo que
no tiene Montevideo: cultura, magnificencia, y un maestro muy sabio y sensible
que pasa inadvertido para los demás, por más que para algunos, como para mí,
sea un alma grande.
Es Antonio Caponnetto.
BRUNO ACOSTA
Yo tambien quisiera conocer al Prof. Caponnetto, que buen y conciso articulo...
ResponderBorrarsaludos.
Atte.
Rudy...
Muchísimas gracias por sus palabras, estimado Rudy. Ya tendrá oportunidad, Dios mediante. Gran abrazo.
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