Hoy es el Domingo de Ramos del
año de gracia 2025. Cuánto me gustaría vivirlo normalmente, como se pudo hacer
hasta hace pocas décadas. Pero Dios dispuso que mi tránsito sobre esta vida
terrenal sea concomitante con el de la Pasión de la Iglesia. Y debo aceptarlo.
Honrando, de alguna manera, el
comienzo de la Semana Santa; procurando, con mis escasas posibilidades, ahondar
en esta Pasión que sufre la Iglesia, comparto una segunda carta del señor
Winckler, esta vez dirigida a Mons. Guérard des Lauriers, y publicada en el
primer Cahiers de Cassiaciacum a modo de anexo.
Se difunde, también, por primera
vez en español.
BRUNO ACOSTA
Mi reverendo Padre:
Usted me ha pedido que ponga por escrito la historia de algunos recuerdos romanos de hace treinta años.
Los azares de la guerra me habían conducido a
Italia tras diversas aventuras y desventuras, incluidas varias detenciones por
parte de los alemanes, especialmente después de que un artículo periodístico,
publicado en 1942, me señalara como judío. Y he aquí a un católico que fue
primero entregado a la espada, luego a toda clase de caricias y honores cuando
la rueda finalmente giró. En mi caso, empezó a girar en un gozo espiritual...
hasta el día en que giró mal.
Disfrutando entonces del inmenso privilegio de la Poste
aux Armées, que permitía que la correspondencia de los muchos Monseñores,
Reverendos y Reverendas de todos los colores (de hábito) residentes en Roma
fuera enviada a Francia y viceversa, conocí a mucha gente y aprendí muchas
cosas, pues la Corte Pontificia seguía siendo una Corte. A medio camino entre
Oriente y Occidente, entre el ayer y el mañana, estaba llena de supervivencias
y sabores que ya no conocemos desde que los Jefes de Estado son personas armadas
con diez clases de policías y transportadas a velocidad vertiginosa en una
especie de tren-catafalco blindado.
Como oficial e intérprete de italiano, me dedicaba
a las tareas habituales del Estado Mayor. Me quedaba algo de tiempo libre.
Probablemente debido a todo lo anterior, fui invitado a la primera reunión de
posguerra de las personalidades destacadas de la comunidad judía en Roma. Uno
de los temas tratados fue cómo acabar con el antisemitismo. Esto llegó a oídos
de católicos de origen judío que trabajaban en la Secretaría Especial del
Vaticano (una especie de departamento financiero). Querían conocerme. Nos hicimos
amigos. Con ocasión de reuniones organizadas por la Asociación de Graduados
Universitarios, estas personas quisieron presentarme al capellán de dicha
asociación.
Era Monseñor Montini, entonces Sustituto de la
Secretaría de Estado.
Mis nuevos amigos me hicieron un retrato entusiasta
de él, añadiendo: “Es uno de los nuestros”. Entienda quien pueda. Tengo
recuerdos deslumbrantes de aquellas misas y homilías en la extraordinaria
capilla barroca de La Sapienza, una capilla de cuento de hadas, donde la
cálida asamblea creaba una especie de atmósfera y de gracia sensible, aunque no
sé hasta qué punto puedo atribuirlo. Lamento no haber conservado ningún
recuerdo preciso de algún pasaje de esas homilías; eran tornasoladas, había
palabras que jugaban como la luz en un alto vitral.
Éramos felices, y él también lo era. De hecho, la
elocuencia estaba de moda. El Pontífice reinante había impuesto
involuntariamente su estilo y todos intentaban ser esbeltos, ser ascetas, ser
místicos, tener manos largas (no sé si incluso dormían en el suelo). En su
despacho, Monseñor Montini era activo, directo y preciso. Le habría gustado que
yo impulsara, en París, la creación de una asociación similar a la suya. Los
graduados parisinos no me necesitaban; en cuanto a los estudiantes, ya
demostraron en 1968 de lo que son capaces una vez bien impregnados y
calentados.
El lobby que pensó a principios del siglo que había
triunfado con el cardenal Rampolla, es decir, que había elevado a uno de los
suyos a la cima de la Iglesia para remodelarla a su imagen, no había bajado los
brazos. Y la esperanza de victoria era tanto más viva, la impaciencia mayor,
puesto que las circunstancias habían jugado a su favor desde la muerte de Su
Santidad Pío X. La
revolución había cimentado su poder en un sistema financiero prodigioso, en la
"victoria de las democracias", en un imperio soviético fortalecido,
en nuevos medios de propaganda y presión a nivel mundial, y en el descrédito,
debido al derrumbe de Hitler, de todo lo que se asemejara al anticomunismo; y
en la Iglesia, en el temor de muchos obispos, religiosos y seglares, de ser
vistos como derrotados o retrógrados.
Todavía recuerdo las distinciones hechas por Pío
XII en su discurso de Navidad de 1944 sobre la palabra "democracia",
que, como se dice, no pasaron el filtro. Y recuerdo la desolada confidencia del
cardenal Suhard que, tras seguir el consejo del Nuncio de alinearse con el
gobierno de Vichy —cuya “legitimidad” no era reconocida por la Francia “libre”—,
no podía superar el apretón de manos perdido. En cuanto al cardenal Tisserant,
rumiaba lo que se convirtió, en el Concilio, en el punto de partida del decreto
sobre la libertad religiosa. Era, por su parte, el indiscutible líder del
"partido gaullista con sotana", y tenía el ojo —si se me permite
decirlo así— puesto en todos los obispos de Francia. ¿Quién me contradirá si
afirmo que Roncalli y Montini deben su elección a él?
Pero ¿quién, por otro lado, estuvo preparando la
posibilidad de esas elecciones, una de las cuales hizo posible la siguiente? Es
fácil responder, pero ruego que conste que es peligroso aventurarse en este
terreno. Comprendo perfectamente la actitud prudente de quienes prefieren creer
que fue el Espíritu Santo quien manifestó su elección. Tal vez lo manifestó de
otro modo, tal vez no se le tuvo en cuenta, solo el Buen Dios podrá decírnoslo,
ya que los Cardenales, al parecer, están comprometidos al secreto…
En todo caso, desde la llegada de Jacques Maritain
como embajador ante la Santa Sede, un regalo estúpido y malintencionado de
Georges Bidault, había dejado de servir misa a Monseñor Montini. Pues en esa
época, los miembros de la asociación ya no se avergonzaban de afirmar su
progresismo. Mis amigos, digámoslo claro, eran francamente modernistas. Maritain
había invadido el grupo de Montini, y ya no había más que humanismo integral.
Yo había huido.
Pero ya que se trata de un testimonio lo que usted
me solicita, afirmo que en Roma existía precisamente lo que usted quiere saber,
y que me permitirá llamar el lobby montiniano, o el grupo de Rampolla, y que un activo monseñor, con
muchas conexiones, que veía con frecuencia y por quien sentía una sincera
amistad, al enterarse de que había sido presentado a Monseñor Montini, que lo
admiraba y que parecía seguirlo, probablemente creyó que yo ya estaba maduro
para dar un paso decisivo hacia la eficacia.
Recuerdo el tono misterioso que adoptó —era
Monseñor Pignedoli, ¡ese era!— para hablarme de la gran venganza que se estaba
preparando. Me lo contó todo sobre el veto de Austria, que, según él, había
llevado a la Iglesia a ser sumida en el oscurantismo y el aislamiento de la
Edad Media durante medio siglo; insistió en la necesidad de apertura y
adaptación por parte de la Iglesia; finalmente, me hizo vislumbrar una nueva
era, y una que pronto tendría éxito, gracias a aquel que triunfaría donde el
cardenal Rampolla había tenido la desgracia de fracasar.
Lo miré con ojos muy abiertos. Pensó que eso quería
decir: “¿Pero quién es?”. Respondió sin parábolas: “Le sirves misa todos los
jueves”.
Confieso que debí de parecer un necio; y lo era,
porque estaba a cien leguas de sospechar lo que se esperaba de mí para el éxito
de Montini, el nuevo deseado de las colinas temporales y de las naciones
(unidas).
Pero tuve que volver en mí. Era serio. El simpático
Monseñor Pignedoli estaba muy cerca de Montini, ya que lo siguió en su
“honrosa” salida hacia Milán; actualmente es cardenal encargado de misiones
delicadas (como instar a los católicos de Vietnam a acoger, por el honor de
Dios y por la paz, a las tropas comunistas de Vietnam).
Era el 2 de enero de 1945, caía la tarde; había una
recepción en casa del venerable príncipe E. de Nápoles Rampolla, y mi querido
Monseñor me había invitado. Fue en un palacio acomodado, al estilo de 1880; los
salones brillaban, las arañas resplandecían, los anfitriones y los invitados
respiraban comodidad; los perfumes de las chicas y las mujeres, el olor del
alcohol, de los cigarrillos rubios, toda esa atmósfera, a la vez suntuosa y
mundana, me cambió respecto a los papalini, esos patricios que, desde la
toma de Roma, habían condenado la puerta principal de su palacio como señal de
protesta y desde entonces no habían gozado de los favores de la Casa de Saboya.
Como ya sabe, querido Padre, no respondí a las
insinuaciones del “Venerable” príncipe, que era, por así decirlo, el anzuelo
del famoso lobby (ahí también, “usted me entiende”). Al salir de aquella
recepción, pensé en el título de un librito italiano que leí de niño: Le
cose più grande di lui (Las cosas más grandes que él); y pensaba aún más en
el famoso Santo de Fogazzaro…
Sin duda han existido, y seguirán existiendo,
personajes de calibre particular, capaces, desafiando espadas y sangre, de
decir: “Ya me encargaré…” y “Yo veré que…”, pero llevar el engaño al grado de
perfección que hoy vemos, eso tiene que ver con el mysterium iniquitatis,
un misterio tan poderoso que llega incluso a volver ciegos y sordos a los
mejores, sin olvidar a los “santos” sacerdotes discípulos de San Timoteo. Por
ejemplo, jamás han oído hablar de las enfermedades y la extraña muerte de Pío
XII, y cuando se les da prueba, se apresuran a negarla o a guardar silencio.
Son los silenciosos de la Iglesia, los buenos perritos mudos.
¡Por
suerte, aún quedan algunos Domini canes!
Suyo
fielmente, etc.
11 de
febrero de 1977
Publicado
en Cahiers de Cassiaciacum, n.1, p. 101-105 (Nice, mayo de 1979).
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