sábado, 9 de agosto de 2025

DIVAGACIÓN (BORGEANA)



 

Penetro en el bar.

Está colmado de turistas, con lo peligroso que eso resulta. Un vulgo errante, municipal y espeso, que está ahí por curiosear.

“Es el otoño, y vengo de un Versalles doliente.

Había mucho frío y erraba vulgar gente”.

 

Camino hasta al fondo. Allí es cuando lo veo a Borges, entre otros, sentado a la mesa con mi amigo, aguardándome.

- ¡Mirá qué grata compañía que tenemos!

La conversación forzosamente deriva en mi nueva novelita.

A Bioy Casares no le gustó, definitivamente; cree que es, no barroca ya, sino rococó. Me achaca en particular aquel adjetivo funambulesco: “baribiponiente”. Le pido que agradezca que no escribí “barbipungente”. Lo pensé.

Al cazurro de Mario tampoco le agradó -no me extraña-

Zum Felde (un charlatán, según Gálvez) puso algunos reparos, pero más moderadamente.

Borges calla.

 

Mi amigo toma la palabra. Cree que el mensaje es el mejor, un sobresaliente, summa cum laude; pero observa las formas. “No las va a entender nadie”, dice.

Su súbito democratismo me sorprende: me defiendo. Le pregunto, en broma, desde cuándo se ha vuelto democrático. Luego expreso, con menos donaire, aquello de Darío: “yo no soy un poeta para las muchedumbres”. Defiendo la aristocracia del pensamiento.

 

Nuevamente aparece Mario, el cazurro, en escena.  - “Tenés que escribir como hablan los pibes hoy”, insiste. Menos hipsipilas y crisálidas, ¡más chicas y chicos, anglicismos, centroamericanismos!”-

¡La fresca! ¿Estará Mario valetudinario? No puedo creer lo que estoy escuchando.

- “La princesa está triste, la princesa está pálida…”, comienza a frasear un compañero, inspirado por aquéllas hipsipilas ruberianas que mentó, reprobándolas, Mario.

¡Dejate de princesas!, contesta violento aquél; y, cual afirmando una proclama, lanza: - “¡Ahora hay que cantarle a las oficinistas! ¡Es la hora de las oficinistas!” Y, sin atisbos de pudibundez, comenzó a recitar:

- “La oficinista está triste… ¿qué tendrá la oficinista?

Los suspiros se escapan de su boca bromista,

Que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

La oficinista está pálida en su silla de mimbre,

Está mudo el teclado de su Iphone sin timbre;

Y en su pecho, angustiado, se escucha un temblor.”

 

Algunos aplaudieron de pie; otros, se escandalizaron. Yo casi me atraganto con una medialuna.

 

La conversación adquirió ribetes cósmicos y violentos. ¿Cuál es el sentido del arte? ¿Qué es escribir bellamente? Mario recordó lo del propio Rubén:

 “En vano busqué a la princesa

Que estaba triste de esperar.

La vida es dura, amarga y pesa.

¡Ya no hay princesa que cantar!”

 

Mas yo me resisto.  Todavía hay muchas princesas a las cuales cantar; y caballeros que las adoran (aún sin verlas), dispuestos a encenderles los labios con un beso de amor.

La esperanza está intacta; la Belleza, el Bien y la Verdad, hoy prisioneras, aún pueden ser salvas por claros y valientes varones, que están surgiendo.

A por ello; la gritería de trescientas ocas no nos impedirá tocar la lira de la Poesía que promete.

 

BRUNO ACOSTA

Invierno de dos mil veinticinco

 

 

 

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