Penetro en el bar.
Está colmado de turistas, con lo peligroso
que eso resulta. Un vulgo errante, municipal y espeso, que está ahí por
curiosear.
“Es el otoño, y vengo de un Versalles
doliente.
Había mucho frío y erraba vulgar gente”.
Camino hasta al fondo. Allí es cuando lo
veo a Borges, entre otros, sentado a la mesa con mi amigo, aguardándome.
- ¡Mirá qué grata compañía que tenemos!
La conversación forzosamente deriva en mi
nueva novelita.
A Bioy Casares no le gustó, definitivamente;
cree que es, no barroca ya, sino rococó. Me achaca en particular aquel adjetivo
funambulesco: “baribiponiente”. Le pido que agradezca que no escribí
“barbipungente”. Lo pensé.
Al cazurro de Mario tampoco le agradó -no
me extraña-
Zum Felde (un charlatán, según Gálvez) puso
algunos reparos, pero más moderadamente.
Borges calla.
Mi amigo toma la palabra. Cree que el
mensaje es el mejor, un sobresaliente, summa cum laude; pero observa las
formas. “No las va a entender nadie”, dice.
Su súbito democratismo me sorprende: me
defiendo. Le pregunto, en broma, desde cuándo se ha vuelto democrático. Luego
expreso, con menos donaire, aquello de Darío: “yo no soy un poeta para las
muchedumbres”. Defiendo la aristocracia del pensamiento.
Nuevamente aparece Mario, el cazurro, en escena. - “Tenés que escribir como hablan los pibes hoy”, insiste. “Menos hipsipilas y crisálidas, ¡más chicas y chicos, anglicismos, centroamericanismos!”-
¡La fresca! ¿Estará Mario valetudinario? No
puedo creer lo que estoy escuchando.
- “La princesa está triste, la princesa
está pálida…”, comienza a frasear un compañero, inspirado por aquéllas
hipsipilas ruberianas que mentó, reprobándolas, Mario.
- “¡Dejate de princesas!”, contesta violento aquél; y, cual afirmando una proclama, lanza: - “¡Ahora hay que cantarle a las oficinistas! ¡Es la hora de las oficinistas!” Y, sin atisbos de pudibundez, comenzó a recitar:
- “La oficinista está triste… ¿qué tendrá
la oficinista?
Los suspiros se escapan de su boca bromista,
Que ha perdido la risa, que ha perdido el
color.
La oficinista está pálida en su silla de
mimbre,
Está mudo el teclado de su Iphone sin
timbre;
Y en su pecho, angustiado, se escucha un
temblor.”
Algunos aplaudieron de pie; otros, se escandalizaron.
Yo casi me atraganto con una medialuna.
La conversación adquirió ribetes cósmicos y violentos. ¿Cuál es el sentido del arte? ¿Qué es escribir bellamente? Mario recordó lo del propio Rubén:
“En
vano busqué a la princesa
Que estaba triste de esperar.
La vida es dura, amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!”
Mas yo me resisto. Todavía hay muchas princesas a las cuales
cantar; y caballeros que las adoran (aún sin verlas), dispuestos a encenderles
los labios con un beso de amor.
La esperanza está intacta; la Belleza, el
Bien y la Verdad, hoy prisioneras, aún pueden ser salvas por claros y valientes
varones, que están surgiendo.
A por ello; la gritería de trescientas ocas
no nos impedirá tocar la lira de la Poesía que promete.
BRUNO
ACOSTA
Invierno
de dos mil veinticinco
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