Por DARDO JUAN
CALDERÓN
Vistalba, primavera del 2023
Este libro era la última obra inédita del autor, escrita cuando ya jubilado (en virtud de que fuera nombrado Profesor Emérito), le fuera encargado un curso de Ética para la Facultad de Filosofía y Letras de la UNC. El curso fue confeccionado teniendo el maestro setenta y tres años y mucho después, ya cerca de su muerte, él mismo lo entregó a sus herederos para su publicación póstuma.
Resulta evidente en
la obra el estilo “oral” del “curso” (de hecho, el editor ha cambiado la
palabra “curso” con que el autor se
refería a lo escrito y que estaba en el original, por “libro” en el texto final), que no es
desmedro de su estilo sino que, por el contrario, lleva las notas vivas de un urgente
llamado para que la ética no sea un pesado asunto de manual aristotélico, sino que,
partiendo de una muy amena reflexión sobre las variantes que de ella ha
propuesto la historia, proponga al auditorio (hoy lectores) una “conversión”. Así es; hablamos de una
ética que necesita una “conversión”para
ser vívida, para ser connatural al sujeto.
A cada página se resalta el concepto de que la
moral es no sólo el necesario resultado de una religión (pero no sólo de una
religión que se expresa en la materialidad de una doctrina), sino de una
religión que necesariamente debe vivirse por una compenetración sobrenatural con
la vida de Dios, luego de un paso purificante y expiatorio de nuestras faltas, del pecado.
Y no se refiere a
una simple conversión espiritual indefinida o difusa, ya que esta propuesta de
una internación en la Vida misma de un Dios Vivo resulta exclusiva de nuestra
religión Católica, la revelada por Dios de una vez y por los siglos:“La formalidad de la religión verdadera
es la instalación en el espíritu humano de esa fuerza sobrenatural y
transfiguradora que la Iglesia Católica llamó la Gracia”.Es decir que, sin
más vueltas, el autor remite a una conversión al catolicismo para explicarse e
instalarseen una verdadera postura ética y no tiembla de traer al claustro
laico- y a la filosofía- además del útil concepto de pecado(sin el cual nada se
entiende), el tema imprescindible de la Gracia (que todo lo culmina). Ambos
“enormísimos detalles” desconocidos (quizá apenas intuidos en algunos) por los
griegos.
De esta manera, como en todo el transcurso
de su magisterio dentro y fuera de un
ambiente religioso, Rubén Calderón Bouchet logra escapar de aquella trampa de la
que hablaba el Padre Calmel; la de que los oradores, la más de las veces suelen
ser influidos por el auditorio con más fuerza transformadora que la que creen
ellos producir (¡tonta vanidad!)al auditorio. Terrible paradoja que ha llevado a
la dilución de la testimonialidad en muchísimos profesores católicos,
descarrillados hacia un lenguaje naturalista (y de allí a un convencimiento
semi-naturalista) para no chocar con ese mundo orgullosa y hasta agresivamente ateo
que componen las universidades desde hace mucho tiempo.
La ética que
cultivan los enseñantes católicos vergonzantes ha pasado a ser un asunto de la
antigüedad griega y su adalid intelectual será Aristóteles, capirote pedante que
los lleva a la “zona de confort” de no tener que hablar de la Iglesia, de su
Magisterio expresado con anatemas y de sus Papas sentados en la Gran Cátedra de
Pedro con el dedo alzado (que es finalmente la analogía principal de la cátedra
universitaria). De no tener que pronunciar, muertos de amor, el Ecce Homo al que está obligada toda
antropología. De ellos dirá el autor. “Un
filósofo cristiano que hace de cuenta que no hay revelación de Dios para poder
especular de acuerdo con una razón libre de compromisos sobrenaturales, podrá
ser un excelente razonador, pero indudablemente ha dejado de ser cristiano en
la línea de su reflexión metafísica. En verdad razona sobre un universo que ha
perdido el sentido de su significación más profunda.”
De igual manera que se anuncia sin
complejosante el auditorio variopinto de una universidad laica como moralista
católico, deja bien claro los requisitos que se exigen sine qua non para serlo: “…un hombre cuya razón está perfeccionada por un conocimiento que
recibe de lo Alto y al que tiene acceso por la Fe”, ¡por supuesto¡ pero aún
más, ¡más alto!;se es un intelectualcatólico en la medida que “..en el proceso de su dinamismo
específico”…recibe… “una energía
restauradora que lo hace partícipe de la vida divina, pero con una
participación que excede aquella que por su naturaleza le corresponde”. Y
esta GRACIA, vivida por quien la practica y lapredica,es finalmente la
verdadera fuente que hace posible la vitalidad de una ética que solamente desde
allí se salva de ser letra muerta y hueca oratoria de empingorotados moralistas,
o deiusfilósofos de gabán y sombrero que señalan modelos momificados
precristianos, porque no se atreven a mostrar al Modelo Vivo so peligro de
parecer locos y, subrepticios como
Nicodemo, visitan al Señor en la
oscuridad del crepúsculo tomando con amarga ironía el consejo de “nacer de
nuevo”. El “viejo coronel” como solían llamarlo los amigos, aunque resulte un
tanto chocante lo que expreso, custodiaba su estado de gracia como un elemento
imprescindible de su actividad intelectual, como el guerrero vela sus armas.
¿Cuál es el secreto por el que nuestro
intelectual católico pudo dar este testimonio en medio de una Universidad laica
y hasta “zurda” (violenta en algunos años)? En primer lugar porque el llamado lo
hacía con el respeto y el pudor de un hombre que habla de moral y se sabe
imperfecto, que habla de religión y se sabe pecador, pero que él mismo es un
“converso” que está impregnado (y es evidente a todos) de aquello que como profesor
“profesa” (resulta irónico la actual tendencia a un profesorado que nada
profesa). Que a cada momento llama a compartir un bien espiritual con el mismo modo
de quien invita a otros a compartir una comida íntima y hogareña, por él mismo sazonada
y cocida. Habría que ser un bastardo para no agradecer el gesto y eso sí que lo
obtuvo, mucha gratitud,sin que podamos, en pos de agrandar innecesariamente la
figura, irrogarle conversiones en el medio universitario (que muy pocas o nada
las hubo, pues como reza el dicho “cuando
Dios no quiere, ni el santo puede”), salvo que, en muchísimos de ellos dejó
el recuerdo imborrable de haber conocido a un católico de ley, como una
agradable rareza. Experiencia que seguramente no será en vano cuando el estrépito
de la existencia se vaya apagando y, recordando a aquellos que supieron “ser”
cabalmente a nuestro rededor, llorando el tiempo del “no ser” en la banalidad, enfrentemos
en profundidad esos instantes eternos de una final purificante agonía. Quien de
verdad cree, siempre agoniza.
Su apostolado es
sapiencial pero también es testimonial,
y sobre todo es adecuado a su condición de laico, evitando el “sermón” que no le corresponde ni
a su estado, ni al lugar. Es el apostolado de aquellos hombres formados en el
estilo de la derecha católica francesa que en la modernidad, que falsifica todo
lo sagrado,no usurpa la acción propia de los sacerdotes (que es profanación),
sino que lo hacen desde el logro de una erudición sería, profunda y verdadera
de sus ciencias;con el vigor y la fortaleza que da el asentarse en una formación profusa
que reconoce una ciencia enraizada en una certeza que no es propia, ni sufre nuestros
desfallecimientos, sino aportada por Quien dijo con la autoridad de Su Sacrificio,
Yo soy la Verdad. Que además no hacen
de su religiosidad una diatriba acusatoria ni una experiencia doliente de los
tiempos, sino un elegante y humoroso “desplante” de quienes, a pesar de todo,
se saben con resto ante un mundo que los quiere lacrimosos derrotados.
Argentino como pocos, gaucho de estirpe, enfrenta (y la palabra es más que
nunca adecuada para dibujar su noble caminar con frente alta) como su amado Don
Segundo Sombra,a un mundo que lo ha condenado a la intemperie, pero que
habiendo desalojado también a Cristo de sus templos ominosos, nos ha dejado con
el frio del chubasco que templa y fortalece el carácter del arriero, en la
mejor Compañía. Al dulce rescoldo de Su fuego.
Haciéndose con todos humanamente cercano y
a la vezdistante en la evocación deencarnaruna antigua nobleza que no se
alcanza a comprender del todo, cosa que los hombres modernos rechazan por exigida
posturay hasta por envidia, pero que indefectiblemente extrañan en un rincón
cordial; ninguno pudo dejar de reconocer elcarácter “amoroso” de su magisterio.Es
cierto que la llamada tranquila de su entera obra hacia la conversión, en este
últimolibro se delata“urgente” - como dijimos más arriba - con una urgencia que
toma un tono abruptamente teológico, en que la dimensión sobrenatural que tiene
todo su trabajo intelectual salta en cada conclusión por sobre la atención al discípulo,
para hacerse,por momentos, oración. Es urgencia que se nos sugiere adoptar y es
suya en lo personal más que en otros libros,producto de una edad que desbasta
la ciencia dejándola en sabiduría; sabiduría que ya dirige a rienda firme la
marcha de la vida hacia la muerte, que tiene algo del aire de su pampa aspirada
en el galope de un caballo;que a pesar de la vejez le acaricia la cara con la
brisa del Dios que alegra su juventud.
Que lo hace- por fin -proto-agonista de
su íntima amistad con Cristo.Protagonista de una historia que se plenifica en
el amor hogareño al que se vuelve para compartirla, pero…en la que un Dios
celoso le preparaba el más amargo capítulo de renuncia y desprendimiento que
puede exigírsele a un Adán enamorado, y para el cual, sin saber que será peor
que la propia muerte, aquella Amistad se fortalecía para ser compartida por dos
corazones traspasados.
Y su enseñanza fue amor por sus discípulos,
pero fue amor por la Iglesia, y con esto nos referimos a una enseñanza que no
sólo busca, como lo hace toda su obra, resaltar y transmitir la enseñanza
perenne del Magisterio en estas materias (y no alguna individual originalidad),sino
que de una forma ya desaparecida en los claustros universitarios y desafiando
sin complejos la erosión que la apostasía clerical ha producido en el crédito
público, da testimonio personal de su adhesión filial, sin desmedro e
indiscutida a la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, de la cual, él confesó
haber pretendido con su obra hacer “una
apología de la Iglesia”:“El
cristianismo trajo para el hombre una
promesa que, cuando no es aceptada de acuerdo con los parámetros del Magisterio
de la Iglesia, se convierte fácilmente en motivos de extravagancias y de
aspiraciones a retozar en las amplias praderas del antojo”.
Podemos asegurar que ya no quedan profesores laicos de este tamaño,
que los poquísimos que no han defeccionado en la verdadera vocación intelectual
cristiana de expresar sus ciencias dentro del marco luminoso de la fe, a cara
descubierta y con el testimonio vital de la mayor y posible coherencia en todos los ámbitos de
la existencia - aún dentro de nuestra debilidad - han sido vomitados por el
sistema educativo. Sistema comandado por vulgares mediocres con tramposos
saberes ganados en la astucia de los agitadores y no en la reflexión de los
grandes maestros, súcubos del poder masónico y anticristiano. Y fueron expulsadosaun
cuando las almas, hasta las más infieles, habitantes de un infierno que ya han comenzado a experimentar
en la tierra, extrañarán,por siempre sedientas,un magisterio de ese calibre.Ni
se quiere pensar en el aullido desesperado y reclamante que los condenados
harán contra aquellos que han defeccionado por propia voluntad al Magisterio,
en todas sus expresiones.
Pero recordando la
enseñanza de Calderón Bouchet sobre que toda decadencia supone enemigos
externos y defecciones internas, y no hay que menospreciar a ninguno de los dos
elementos en la ponderación del hecho histórico; la claudicación testimonial de
la enseñanza católica de nuestro tiempo también se explica en la dificultad que
tenemos para mantenernos en gracia de Dios, enorme y verdadera catástrofe de la
época, más grande que todas las guerras y por la que se han desperdiciado
grandes intelectuales y han pasado a relucir humildes pequeñuelos que evocan,
en este crepúsculo de la creación, el añorado levante al son de un susurrado
Magnificat.
Esta publicación la dedicamos sus hijos al cumplirse diez años de su fallecimiento, cada vez más asombrados por el privilegio de haberlo tenido. Edición lograda gracias a la pródiga audacia de Don Felix de la Costa y a los oficios de diseño y corrección de esta gran familia de arrojados a la intemperie que es la FSSPX, a cuyo rescoldo hemos vivido y hemos podido permanecer extrañamente todos unidos con hijos y nietos en la Fe. Sabidos que lo logramos, sin méritos, primeramente por la misericordiosa Providencia de Nuestro Señor Jesucristo, pero como causa segunda, por la fuerza del compromiso de devolver en algo el honor que nos hizo al haber sido nuestro Padre. En la esperanza de que el cielo, más allá de los consuelos espirituales que no podemos imaginar, por el misterio de la resurrección de la cuerpos nos permita el carnal capricho de volver a tocar sus manos torpes, besar su noble frente y darnos el gusto de escuchar de sus voz tremendas verdades insondables.
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