Por
DARDO JUAN CALDERÓN
Es una libertad descorazonada
y acobardada que se traduce por “confort” para vivir y olvidarse no sólo de la muerte, sino
también de vivir de verdad. Para que la pérdida de todo se haga mientras estoy
en la piscina, o mientras pruebo la cocina extranjera viajando en clase turista,
mientras me solazo aspirando el ambiente dulzón de los pedos del diablo.
Generaciones de argentinos han sido educados cantando un himno que gritaba tres veces ¡libertad! y esto les dio la idea de que hasta 1810 habían sido esclavos. Por lo que, rotas las cadenas de la esclavitud, había que conservar la gloria de ser libres y cumplir el deber de conservar esos laureles ¡que supimos conseguir!
El hecho es que más
allá de ciertos círculos masones que prolijamente escamotearon la historia previa a la “gloriosa” fecha,
nunca nadie supo de quién corno habíamos sido esclavos antes de Mayo de 1810,
pues en esa historia anterior habíamos estado sólo nosotros con nosotros. Sin
embargo, a partir de esa fecha, sí que se
comenzaba a sentir el peso de una deriva hacia la esclavitud. El “amo” se
iba haciendo cada vez más palpable y
oneroso, y la necesidad de hacer una guerra de liberación, no muy claramente
direccionada, se hacía cada vez más necesaria.
De esa paradójica manera,
nuestro himno, que naciera de un falso discurso ideológico, se va haciendo cada
vez más acertado toda vez que, al son de sus estrofas, vamos cayendo en la situación
de la que creíamos haber escapado. Salvo algunas excepcionales reacciones
espirituales y vitales hechas en la sangre y el sacrificio, desde 1810 hemos
ido forjando cuidadosamente los hierros que nos encadenan y echando los
laureles conseguidos a la olla del guiso.
La primera y
general reacción que tuvo esa ilusión liberadora de las propias raíces fue la
dolencia del mostrenco, del huérfano, que habiendo sido liberado de los suyos y
de sí mismo, se encontraba completamente desorientado, teniendo en sus manos
algo que lo superaba y en busca de algún dominio que lo devolviera a su
pusilánime existencia de comerciante; al despacho de la tienda, al cultivo de
las ideas que salen de los libros contables: con orden pero con sisa. Sin embargo, más rápido que el sentido común del burgués, camina
en los tiempos funestos,la astucia del administrador del resentimiento, que
urgente sacia su apetito con la magia que
el caos produce en la distribución de los bienes ajenos.
Ya con la viril reacción
ante el caos jacobino y el derrotismo del burgués conservador, tuvimos después de
tres siglos de paz interna, nuestra guerra civil y religiosa, enormemente
cruel, pacificada “por fin” por la traición y el dulce dominio del Imperio Masón,
coronada con una primorosa Constitución liberal gracias al asesinato de los mejores
y al gobierno de la coima.
Al transcurso histórico
le fue siguiendo el avance de la dependencia, no ya de las autoridades
naturales, sino del enemigo de la fe y de la raza. Y con más fuerza se hacía necesario cantar el
himno a la libertad, que ahora se justificaba porque cada vez éramos más
esclavos. Pero así mismo, esa libertad que se buscaba era cada vez más conformista
y desvalorizada. Una libertad que por reducción de la vitalidad se trataba sólo
de un bienestar económico. Como resultado de cada ímpetu liberador, los grillos
se ajustaban más a las muñecas del pueblo a cambio de la recepción de un mísero
confort para algunos, hasta llegar a nuestros días, en que el tufo y el ruido de fondo de Galera
nos ha hecho verdaderamente merecedores de un himno de esclavos. No de esclavos
arrancados de su patria en la barriga de los buques, sino ya la patria toda convertida en la barriga de
un buque esclavista que se hunde, y de
la que sólo se pretende como mejor destino el subir a dónde todavía no llega el
agua.
Por supuesto que
cada vez que la libertad se va perdiendo, que los buenos han sido descartados y
con ellos se ha perdido la idea de la libertad del espíritu, lo único que va
quedando en las pobres mentes es aquella reacción de los tenderos. Un cálculo
de cuánto puede durar el hundimiento, de cuanto puedo durar yo en la parte no
inundada, y de si me puedo rajar del buque.
La libertad que
tres veces se grita en el himno nacional ya ni siquiera es el horrible reclamo
de la sangre del “tirano” que inspirara el ideológico discurso del revolucionario.
Tampoco se trata de que por ella estamos dispuestos a dar la vida con un coraje
de odio jacobino o montonero; ni siquiera es la libertad jolibudiense de los
falaces derechos humanos. Es la libertad de comercio con aprovechamiento de los
imbéciles; del bienestar del consumo. La libertad que se consigue con la mayor
declinación de la vitalidad de la que se tenga memoria en toda la historia de
las decadencias de las civilizaciones, la que se consigue desembarazándose del
compatriota, del hermano, de los hijos y de los padres, pero evitando la
satánica frontalidad del asesinato para cultivar la comodidad del desinterés. Es
la libertad de los solterones y de los onanistas la que se sueña y se busca.
Es una libertad descorazonada
y acobardada que se traduce por “confort” para vivir y olvidarse no sólo de la muerte, sino
también de vivir de verdad. Para que la pérdida de todo se haga mientras estoy
en la piscina, o mientras pruebo la cocina extranjera viajando en clase turista,
mientras me solazo aspirando el ambiente dulzón de los pedos del diablo. “Oid mortales el grito sagrado: ¡Bienestar,
bienestar, bienestar!”
Es la libertad de
todas las cadenas del amor, del honor y de la amistad. Donde se consiguen los gloriosos
laureles de la tan ansiada estabilidad económica. Soljenitsyne la llamaba “La declinación del coraje” de occidente,
y agregaba “¿Hace falta recordarnos que
la declinación del coraje ha sido siempre considerada como el Heraldo del Fin?”. El Padre Castellani decía que los dos pecados
de los últimos tiempos serían la mentira y la cobardía. Pero no nos engañemos, siempre que hablamos de mentira pensamos en
las usinas de la publicidad y la achacamos al gran mentiroso (generalmente más
vital y corajudo), sin reparar en la triste y vil colaboración del engañado,
que recibe encantado la mentira que mana de aquellos como mana la pasta
artificial de los fast foud, la que
chupamos con placer aún sabidos de su enfermiza conformación.
Lo terrible de la
mentira es esa enorme capacidad consoladora que tiene, a sabiendas de ser
mentira, para con las almas entregadas
al temor de pasarla mal. Sabemos que estar engañados, además, nos abre enormes
caminos de justificación. Decía Henrí de Montherlant: “Si la razón permite muchas cosas, el oscurecimiento de la razón las
permite también”.
Este conveniente
oscurecimiento de la razón es lo que hace tan agradable la enorme mentira del
bienestar. No nos puede ni nos debe ser quitado: ¡muerte a los agoreros y
principistas! ¡a los que nos recuerdan que hay que huir de quien pregona la
libertad! De profundis, desde el filo del abismo que marca la “línea de
pobreza”, cantemos el himno para que todas las usinas comerciales y electorales
nos prometan sin fatiga y para todos los gustos, un mundo en el que estar regularmente
apoltronados.
¡Es maravilloso el
tiempo en que gozamos del fraudulento crédito! Ya este es el gran grito de
libertad del himno y no debe ser opacado por anuncios pesimistas fundados en
que el bienestar económico es el último deseo que se le concede al condenado. Es
cierto y sabemos que el bienestar es enemigo de las empresas heroicas, pero
también sabemos que no hay más empresas heroicas, ni tiene por qué haberlas.
Eso de que tanto el espíritu como la vida necesitan de la Sangre y de la Muerte
ya nos resulta un tanto sádico. El ruso citado, sin duda se equivocaba al decir
“Aún la biología sabe esto: no es bueno
para un ser vivo el haberse habituado a un gran bienestar. Es en la vida de la
sociedad occidental que hoy el bienestar ha comenzado a mostrar su máscara funesta”.
Es por ello que, a pesar de toda la historia acumulada de traición y caos que llevan los libertarios, sus tres emotivos gritos siguen teniendo la enorme convocatoria que tiene la desfachatada mentira para los que han renunciado al coraje.
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