martes, 29 de junio de 2021

DOCTRINA: LA MENTIRA UNIVERSAL


Escrito en mayo de 1874 por Don Félix Sardá y Salvany.

Lo sabíamos ya por la sana filosofía, por el simple buen sentido, por las lecciones de la historia, por los desengaños de una dolorosa experiencia; ahora lo sabemos con la certeza augusta de la Religión. ¡El sufragio universal es la mentira universal!

Si el Papa, que es nuestro maestro, lo ha dicho, ¿por qué no hemos de decirlo nosotros, que no somos más que fieles discípulos del Papa? Si de Roma ha salido esta palabra, que vibrante y enérgica ha resonado ya en toda Europa, ¿por qué no ha de recogerla a su vez y repetirla la Revista Popular, que al fin no desea ser más que un eco de Roma?

Sí, Padre nuestro, oráculo de verdad y de divinas enseñanzas, lo sabíamos ya, pero no está de sobra que otra vez nos lo haya dicho vuestra infalible palabra. Lo sabíamos ya por la sana filosofía, por el simple buen sentido, por las lecciones de la historia, por los desengaños de una dolorosa experiencia; ahora lo sabemos con la certeza augusta de la Religión. ¡El sufragio universal es la mentira universal!

No se alarmen nuestros lectores: no faltaremos a nuestra divisa. Nada queremos con la política. Nada aquí de lo que se roce con lo transitorio y mudable de las instituciones humanas. Lo eterno, lo inmortal, lo superior a toda vicisitud y a toda mudanza, eso es lo que defendemos; sobre lo demás nos contentamos con gemir en el fondo de nuestro humilde hogar, y orar en la presencia de Dios y en el santuario inviolable de nuestra conciencia. Ni atacamos ni defendemos gobiernos; ni conocemos otros amigos ni enemigos que las doctrinas contrarias a la Iglesia católica y a las buenas costumbres. Véase si es clara y franca y despejada nuestra situación: véase si somos, o no, libres e independientes. Sentimos no ser como los pájaros del aire para poder cernernos como ellos en la inmensidad del espacio diáfano e incoloro, y poder así prescindir de la tierra, hasta el punto de no tener que hollarla siquiera con nuestros pies.

He querido repetirte aquí, lector amigo, esta nuestra ya vieja profesión de fe, primero porque no hay cosa vieja que no convenga recordarla de vez en cuando, y segundo, porque el asunto de que voy a ocuparme contigo en este artículo es arriesgado y expuesto a torcidas interpretaciones. Del sufragio universal se ha hecho arma de partido; bajo este punto de vista ni nombrarlo nos dignaríamos. Pero el sufragio universal es hoy, más que todo, base de un sistema filosófico en oposición a los sanos principios de derecho y de Religión; el sufragio universal es en opinión de sus apóstoles un criterio de verdad nuevamente descubierto, y constituye la esencia de lo que se ha querido llamar derecho nuevo, como si el derecho fuese tal si no es eterno. En este concepto ha tronado el Pontífice supremo contra el sufragio universal; en este concepto vamos a ocuparnos nosotros de tan sucia quisicosa.

¿Qué es el sufragio universal? Es el parecer del mayor número erigido en norma de verdad y de justicia. Es el derecho de los más contra los menos, por la sola razón de que aquellos son los más y éstos son los menos; derecho tan brutal como el del más fuerte contra el más débil. Expliquémonos. Es indudable que muchas veces los más pueden tener razón sobre los menos, como es cierto que muchas veces el más fuerte puede tener razón en su favor y no tenerla el más débil. Pero que una cosa sea verdadera y sea buena sólo (atiende bien la palabra subrayada) sólo porque el mayor número la crea tal, es, amigo mío, perdónenme los discípulos de tal escuela, haber perdido completamente la cabeza. Las cosas son lo que son, blancas o negras, verdaderas o falsas, malas o buenas, no porque así lo resuelva una fuerza numérica, aunque ésta se eleve a la categoría de universal. Todos los hombres juntos y aun todas las mujeres (mira si te pongo límites a la universalidad) que declaren que una acción es justa, no la harán tal si ella es injusta; y un solo hombre, un solo niño que en medio del universal clamoreo, sostenga que aquello es una iniquidad, tendrá razón él solo contra todos los nacidos y por nacer que afirmen lo contrario. Los millones de votos podrán ahogar el suyo; el caso por desgracia no será nuevo. Sin embargo, allí estará lo verdadero donde está la verdad, no donde está el mayor número que defiende la mentira.

Esto es sencillo, rudimentario, hasta trivial. Sin embargo, como las nociones más rudimentarias son hoy las más fácilmente obscurecidas, voy a esclarecerte la presente con una comparación.

La nieve es blanca. ¿Estás muy cierto de esto? Asegúrate bien de este dato, pues a tal punto ha llegado el escepticismo, que hasta quizá sobre esto un día se llegue a discutir. La nieve es blanca, a lo menos por tal se la tiene hasta el día de hoy. Ahora bien. Supón por un momento que a la mayoría de los mortales se les antoja cualquier día declarar que la nieve es negra; supón que no la mayoría, sino todos convienen por unanimidad en considerar como negra la nieve; aunque todas las generaciones afirmen sin vacilar este despropósito, ¿habrá perdido la nieve algo de su blancura? Apliquemos el cuento. Las verdades del orden moral son tan fijas e invariables como las del orden físico. Tan cierto es que el hurto es una injusticia, como que la nieve es blanca, y viceversa. Pues bien. Aunque todos los hombres lleven su extravío hasta el punto de creer y afirmar que tal o cual hurto, llámese como se quiera, no es una iniquidad, iniquidad será, aunque digan lo contrario, un sufragio universal y cien sufragios universales.

Históricamente tenemos comprobada esta verdad. El Hijo de Dios muere en Jerusalén, y es el voto unánime de su pueblo quien le conduce al suplicio. Sin embargo, el crucificado es el Justo por excelencia, y el pueblo judío no se llamará en adelante sino el pueblo deicida. Y saltando del Hijo de Dios a un simple mortal, hallamos a Sócrates, que es condenado a beber la cicuta por el fallo de un tribunal y por la opinión pública de sus conciudadanos; sin embargo, la historia ha seguido llamando a los atenienses asesinos del más ilustre de sus filósofos. En ambos casos el sufragio universal pudo llamarse con la palabra con que le ha llamado recientemente Pío IX: la mentira universal.

Sin embargo, eso que el Papa ha calificado con tan dura expresión sigue siendo para muchos hoy día la universal solución de todos los problemas, y cuan preciosa conquista digna de la ilustración de los pueblos modernos. A vos, católico, apostólico, romano, os llamarán necio y mentecato porque creéis en la infalibilidad otorgada por Dios al jefe de su Iglesia en lo relativo al magisterio supremo que ejerce en ella, se reirán si les decís que los verdaderos cristianos creemos que Jesucristo, fundador de su Iglesia, y alma y cabeza invisible suya, la está asistiendo constantemente con su divina influencia para que no yerre ni permita errar a los que siguen fielmente sus enseñanzas. Y ellos, los ilustrados, los superiores a añejas supersticiones, los idólatras de la razón, y sólo de la razón, empiezan por admitir como dogma filosófico la infalibilidad de las turbas (que otro día os llamarán inconscientes), admitiendo que siempre que los más sostienen una idea en oposición contra los menos, yerran por necesidad los menos, y aciertan por necesidad los más. ¡Vergüenza de nuestro siglo y de nuestros decantados progresos intelectuales!

¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira! La filosofía, la historia, la experiencia y el sentido común enseñan todo lo contrario. Lejos de ser una probabilidad, cuanto menos una seguridad de acierto, el parecer del mayor número, es tal la condición del hombre corrompido en su inteligencia y en su corazón por la culpa, que la verdad y la justicia deben casi siempre buscarse donde están los menos, no donde están los más. Tocante a esto la Santa Escritura ha llamado infinito el número de los necios, y el Evangelio ha declarado escaso el número de los elegidos, y estrecho el camino celestial, en significación de los pocos que andan por él. Y haced la prueba tomando por teatro de vuestras observaciones así el mundo en general, como una nación en particular, o una provincia, o una sola localidad. Los sabios son los menos, los perfectamente honrados son los menos, los que merecen vuestra confianza muy pocos.

Tanto es así, que una de las dificultades que hacen heroica la verdadera probidad es que para practicarla es indispensable oponerse casi siempre a la corriente general de las ideas y costumbres. Si el sufragio universal no fuese la mentira universal, el papel de hombre de bien fuera el de más fácil desempeño. Con tener muy estrecha la bolsa y muy ancha la conciencia, como las tiene la generalidad de los mortales, estaríamos seguros de poseer la verdadera virtud y no habría más que pedir. ¿A qué sacrificios? ¿A qué abnegación? ¿A qué enfrenamiento de las pasiones? Vivir como vive todo el mundo, tan holgadamente como se pueda, he aquí la mejor regla de moral. Si lo que quiere el mayor número eso es lo justo, y lo que juzga el mayor número eso es lo verdadero, pensemos y vivamos como el mayor número, que cierto no serán enojosos los dogmas que nos mande creer este nuevo pontífice, ni los preceptos que nos mande observar. ¿Qué tal?

¿Te ríes, amigo lector? Bueno es que te rías; mejor fuera, empero, que llorases la miseria del hombre, que hace necesaria la refutación de tan locos desatinos.

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