Escrito
en mayo de 1874 por Don Félix Sardá y Salvany.
Lo sabíamos ya por la sana filosofía, por el simple
buen sentido, por las lecciones de la historia, por los desengaños de una
dolorosa experiencia; ahora lo sabemos con la certeza augusta de la Religión.
¡El sufragio universal es la mentira universal!
Si el Papa, que es nuestro maestro, lo ha dicho, ¿por qué no hemos de decirlo nosotros, que no somos más que fieles discípulos del Papa? Si de Roma ha salido esta palabra, que vibrante y enérgica ha resonado ya en toda Europa, ¿por qué no ha de recogerla a su vez y repetirla la Revista Popular, que al fin no desea ser más que un eco de Roma?
Sí, Padre nuestro, oráculo de verdad y de divinas
enseñanzas, lo sabíamos ya, pero no está de sobra que otra vez nos lo haya
dicho vuestra infalible palabra. Lo sabíamos ya por la sana filosofía, por el
simple buen sentido, por las lecciones de la historia, por los desengaños de
una dolorosa experiencia; ahora lo sabemos con la certeza augusta de la
Religión. ¡El sufragio universal es la mentira universal!
No se alarmen nuestros lectores: no faltaremos a
nuestra divisa. Nada queremos con la política. Nada aquí de lo que se roce con
lo transitorio y mudable de las instituciones humanas. Lo eterno, lo inmortal,
lo superior a toda vicisitud y a toda mudanza, eso es lo que defendemos; sobre
lo demás nos contentamos con gemir en el fondo de nuestro humilde hogar, y orar
en la presencia de Dios y en el santuario inviolable de nuestra conciencia. Ni
atacamos ni defendemos gobiernos; ni conocemos otros amigos ni enemigos que las
doctrinas contrarias a la Iglesia católica y a las buenas costumbres. Véase si
es clara y franca y despejada nuestra situación: véase si somos, o no, libres e
independientes. Sentimos no ser como los pájaros del aire para poder cernernos
como ellos en la inmensidad del espacio diáfano e incoloro, y poder así
prescindir de la tierra, hasta el punto de no tener que hollarla siquiera con
nuestros pies.
He querido repetirte aquí, lector amigo, esta nuestra
ya vieja profesión de fe, primero porque no hay cosa vieja que no convenga
recordarla de vez en cuando, y segundo, porque el asunto de que voy a ocuparme
contigo en este artículo es arriesgado y expuesto a torcidas interpretaciones.
Del sufragio universal se ha hecho arma de partido; bajo este punto de vista ni
nombrarlo nos dignaríamos. Pero el sufragio universal es hoy, más que todo,
base de un sistema filosófico en oposición a los sanos principios de derecho y
de Religión; el sufragio universal es en opinión de sus apóstoles un criterio
de verdad nuevamente descubierto, y constituye la esencia de lo que se ha
querido llamar derecho nuevo, como si el derecho fuese tal si no es eterno. En
este concepto ha tronado el Pontífice supremo contra el sufragio universal; en
este concepto vamos a ocuparnos nosotros de tan sucia quisicosa.
¿Qué es el sufragio universal? Es el parecer del mayor
número erigido en norma de verdad y de justicia. Es el derecho de los más
contra los menos, por la sola razón de que aquellos son los más y éstos son los
menos; derecho tan brutal como el del más fuerte contra el más débil.
Expliquémonos. Es indudable que muchas veces los más pueden tener razón sobre
los menos, como es cierto que muchas veces el más fuerte puede tener razón en
su favor y no tenerla el más débil. Pero que una cosa sea verdadera y sea buena
sólo (atiende bien la palabra subrayada) sólo porque el mayor número la crea
tal, es, amigo mío, perdónenme los discípulos de tal escuela, haber perdido
completamente la cabeza. Las cosas son lo que son, blancas o negras, verdaderas
o falsas, malas o buenas, no porque así lo resuelva una fuerza numérica, aunque
ésta se eleve a la categoría de universal. Todos los hombres juntos y aun todas
las mujeres (mira si te pongo límites a la universalidad) que declaren que una
acción es justa, no la harán tal si ella es injusta; y un solo hombre, un solo
niño que en medio del universal clamoreo, sostenga que aquello es una
iniquidad, tendrá razón él solo contra todos los nacidos y por nacer que
afirmen lo contrario. Los millones de votos podrán ahogar el suyo; el caso por
desgracia no será nuevo. Sin embargo, allí estará lo verdadero donde está la
verdad, no donde está el mayor número que defiende la mentira.
Esto es sencillo, rudimentario, hasta trivial. Sin
embargo, como las nociones más rudimentarias son hoy las más fácilmente
obscurecidas, voy a esclarecerte la presente con una comparación.
La nieve es blanca. ¿Estás muy cierto de esto?
Asegúrate bien de este dato, pues a tal punto ha llegado el escepticismo, que
hasta quizá sobre esto un día se llegue a discutir. La nieve es blanca, a lo
menos por tal se la tiene hasta el día de hoy. Ahora bien. Supón por un momento
que a la mayoría de los mortales se les antoja cualquier día declarar que la
nieve es negra; supón que no la mayoría, sino todos convienen por unanimidad en
considerar como negra la nieve; aunque todas las generaciones afirmen sin
vacilar este despropósito, ¿habrá perdido la nieve algo de su blancura?
Apliquemos el cuento. Las verdades del orden moral son tan fijas e invariables
como las del orden físico. Tan cierto es que el hurto es una injusticia, como
que la nieve es blanca, y viceversa. Pues bien. Aunque todos los hombres lleven
su extravío hasta el punto de creer y afirmar que tal o cual hurto, llámese
como se quiera, no es una iniquidad, iniquidad será, aunque digan lo contrario,
un sufragio universal y cien sufragios universales.
Históricamente tenemos comprobada esta verdad. El Hijo
de Dios muere en Jerusalén, y es el voto unánime de su pueblo quien le conduce
al suplicio. Sin embargo, el crucificado es el Justo por excelencia, y el
pueblo judío no se llamará en adelante sino el pueblo deicida. Y saltando del
Hijo de Dios a un simple mortal, hallamos a Sócrates, que es condenado a beber
la cicuta por el fallo de un tribunal y por la opinión pública de sus
conciudadanos; sin embargo, la historia ha seguido llamando a los atenienses
asesinos del más ilustre de sus filósofos. En ambos casos el sufragio universal
pudo llamarse con la palabra con que le ha llamado recientemente Pío IX: la
mentira universal.
Sin embargo, eso que el Papa ha calificado con tan dura
expresión sigue siendo para muchos hoy día la universal solución de todos los
problemas, y cuan preciosa conquista digna de la ilustración de los pueblos
modernos. A vos, católico, apostólico, romano, os llamarán necio y mentecato
porque creéis en la infalibilidad otorgada por Dios al jefe de su Iglesia en lo
relativo al magisterio supremo que ejerce en ella, se reirán si les decís que
los verdaderos cristianos creemos que Jesucristo, fundador de su Iglesia, y
alma y cabeza invisible suya, la está asistiendo constantemente con su divina
influencia para que no yerre ni permita errar a los que siguen fielmente sus
enseñanzas. Y ellos, los ilustrados, los superiores a añejas supersticiones,
los idólatras de la razón, y sólo de la razón, empiezan por admitir como dogma
filosófico la infalibilidad de las turbas (que otro día os llamarán
inconscientes), admitiendo que siempre que los más sostienen una idea en
oposición contra los menos, yerran por necesidad los menos, y aciertan por
necesidad los más. ¡Vergüenza de nuestro siglo y de nuestros decantados
progresos intelectuales!
¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira! La filosofía, la
historia, la experiencia y el sentido común enseñan todo lo contrario. Lejos de
ser una probabilidad, cuanto menos una seguridad de acierto, el parecer del
mayor número, es tal la condición del hombre corrompido en su inteligencia y en
su corazón por la culpa, que la verdad y la justicia deben casi siempre
buscarse donde están los menos, no donde están los más. Tocante a esto la Santa
Escritura ha llamado infinito el número de los necios, y el Evangelio ha
declarado escaso el número de los elegidos, y estrecho el camino celestial, en
significación de los pocos que andan por él. Y haced la prueba tomando por
teatro de vuestras observaciones así el mundo en general, como una nación en
particular, o una provincia, o una sola localidad. Los sabios son los menos,
los perfectamente honrados son los menos, los que merecen vuestra confianza muy
pocos.
Tanto es así, que una de las dificultades que hacen
heroica la verdadera probidad es que para practicarla es indispensable oponerse
casi siempre a la corriente general de las ideas y costumbres. Si el sufragio
universal no fuese la mentira universal, el papel de hombre de bien fuera el de
más fácil desempeño. Con tener muy estrecha la bolsa y muy ancha la conciencia,
como las tiene la generalidad de los mortales, estaríamos seguros de poseer la
verdadera virtud y no habría más que pedir. ¿A qué sacrificios? ¿A qué
abnegación? ¿A qué enfrenamiento de las pasiones? Vivir como vive todo el
mundo, tan holgadamente como se pueda, he aquí la mejor regla de moral. Si lo
que quiere el mayor número eso es lo justo, y lo que juzga el mayor número eso
es lo verdadero, pensemos y vivamos como el mayor número, que cierto no serán
enojosos los dogmas que nos mande creer este nuevo pontífice, ni los preceptos
que nos mande observar. ¿Qué tal?
¿Te ríes, amigo lector? Bueno es que te rías; mejor fuera, empero, que llorases la miseria del hombre, que hace necesaria la refutación de tan locos desatinos.
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